26 de juny 2014

La copa de nuestras vidas


Aquello, por fin, pegó un «esclafit». Era la primera, la primera para demasiados, y era tal novedad que el espontáneo ejercicio de celebrar fue ridículo. Hacía escasos minutos que el infausto Díaz Vega había señalado el final de un sueño que esta vez se convertía en realidad, y nadie sabía muy bien dónde ir y qué hacer. Hoy está establecido quedarse en la Avenida de Suecia, llenar la Plaza del Ayuntamiento y colapsar las calles adyacentes. Pero aquella noche del 26 de Junio de 1999 el mundo desconocía las artes de celebrar un título. La gente que abandonaba un abarrotado Mestalla, en congregación para ver por la TV un partido de fútbol, iban de un lado para otro, preguntándose '¿es esto y ya está?' como decepción a mil locuras imaginadas llegado el momento. Las arterias infestadas de coches gritando, haciendo a ritmo de claxon que los edificios bailaran por vez primera, iban para arriba y para abajo en lugar de conformar una caravana uniforme hacia algún lugar en concreto.

Fue el shock del novato, la espera fue tan larga que se olvidó como se hacían esas cosas. Debió de ser la huella genética activándose ante el desconcierto quien devolviera el torrente desbordado a su cauce natural, apilándose ante las puertas de una Rita aún sin fregona, a grito de primer consenso. Todo vino de un orgasmo prolongado. Casi a modo de advertencia las dos Valencias se reencontraron en un campo de fútbol en la primera ronda para revivir un derby que ni los más ancianos recordaban, fueron emociones endulzadas por el sabor a nuevo que escondía algo tan añejo, pintándose por momentos las jugadas de blanco y negro, apareciéndose Cubells driblando a Agustinet a golpe de insulto desde las gradas para dejar paso a orgías en el Camp Nou y una visita a San Marino.

No hay explicación para aquello. Era un equipo de parias, de canteranos denostados que todavía no habían hecho la metamorfosis, de suplentes de suplentes llegados con la carta de libertad, con jubilados venidos de la otra punta del mundo con cara de haber sido arrancados de una viñeta romana en las que vive Astérix. Y todos entrenados por un italiano que impuso la disciplina del calcio pegándole la patada a la poca finura que tenía en nómina para dar sitio a todos aquellos. El génesis empezó con un grupo de proscritos con ganas de liarla. Tan sencillo como eso.

Allí, sobre el hoy mortecino césped de La Cartuja, se enterraron dos décadas de grisura y tristor, de decepción y agonía. Los complejos del 86, que muchos siguen arrastrando todavía hoy, resbalaron a la hora de atravesar a las nuevas generaciones, acostumbradas por aquellos tiempos a escuchar risas y mofas ante el remoto deseo, pronunciado en alto, de ganar una Copa alguna vez en sus vidas. Era la sanación al 94 y al 96, pero sobre todo era el rescate a un derrotismo generacional que hubiera matado para siempre a la institución. Toda aquella danza de conquista demostró que no solo vale tener capacidad para ganar, sino también fe en poder hacerlo. Se descubrió a golpe de  guitarra el ingrediente ausente que hizo fracasar a tridentes formados por Fernando, Mijatovic y Penev, por Valdez, Kempes y Rep, y que en el futuro sufrirían los Villa, Silva y Mata. Ganar no es tener, es mucho más que eso, es querer. Y aquellos querían.

Nadie sabía que vendría después, por eso una simple Copa del Rey se celebró como la última de nuestra existencia, y sigue conservando ese sabor especial 15 años después, sabor a primer amor, a primera vez, el sabor de la primera emoción de juventud. Puede que no sea, ni fuera, el título más importante que ganase y ganará esta institución, pero sí es el título, por su contexto, más relevante de la historia moderna; a la altura de aquel de 1940. Fue un título que rescató a un club de la perdición, que revitalizó una corriente entusiasta iniciada años atrás que empezaba a dar preocupantes signos de cansancio, el que respaldó a una banda de rockeros que se quedaron a un penalti y a un abrazo de arrasar Europa. Sin aquella copa el VCF de hoy en día no se podría entender, ni siquiera sería lo que es hoy, aún con todas las magulladuras que arrastra. Hay Copas y Copas, y títulos y títulos, y aquella, con la banda sonora del Probe Miguel sonando de fondo, es La Copa. Siempre lo será. Porque fue la primera de una generación, la primera piedra en la reconstrucción de un club que irrumpió en el siglo XXI a lo grande tras su coqueteo con la muerte. La que encumbró a una hornada de canteranos y veteranos que, por si alguien les olvida, merecen que se les escriba.

De aquella noche de caminar por una ciudad incendiada en un bullicio emocional se recuerdan caras. Rostros iluminados por un milagro demasiado anhelado. Gritos agrietando la bóveda azabache que se levantaba aquella noche sobre una urbe insomne a golpe de traca y claxon. Todo aquel mejunje veraniego fue conformándose para dar salida a un torbellino naranja que no tendría freno durante dos legislaturas consecutivas. La Copa del 99 no fue una simple Copa, fue la Copa de nuestras vidas.

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20 de juny 2014

Secuestro a la brasileña


En un solar cochambroso, a las afueras de cualquier ciudad brasileña, bajo la sombra de los mangos o a plena intemperie, se pueden encontrar legiones de niños pegando patadas a un trozo de cuero, emulando en miniatura sus sueños de gloria en gigantescos e imaginados escenarios. A su vera, también se encuentran adultos observando, que lejos de unirles cualquier parentesco, vigilan a los chavales cual voltor a un trofeo. Muchos son simples ojeadores en busca de talento barato para clubes de barrio, los más, suelen ser jinetes de poderes más oscuros. Son tics que todavía arrastra un país que dejó atrás el mundo subdesarrollado para convertirse en una economía emergente que ha sabido esconder, tras esa ligera patina de progreso, fantasmas de un pasado demasiado reciente como para pretender que desaparezcan en un amanecer.

Aquellos que vigilan, antes de hincar el colmillo, dedican gran parte de su tiempo a estudiar durante semanas a sus víctimas. El seguimiento es tan minucioso como el de un técnico profesional en busca de fortuna. Dónde viven, cuál es su nivel de precariedad vital o si pertenecen a entornos desestructurados suelen ser las preguntas de oro que deben responder antes del siguiente movimiento, que será el definitivo y más cruel.

Sólo en Brasil se mueven anualmente decenas de miles de millones con el tráfico de niños futbolistas. Un mal que la cerrada visión occidental ha querido constreñir al ámbito africano, aún teniendo en rincones como latinoamérica su principal granero. Sin embargo, el gobierno del citado país apenas cifra en 514 los casos de trata de menores registrados desde 2005; y eso ocurre porque la legislación local solo considera como tales aquellos que acaban en prostitución o abuso sexual. Pero todavía hay un dato más revelador que pone el foco sobre Brasil. Según estimaciones de Naciones Unidas, de los 32 mil millones de euros que genera el tráfico de humanos —  movilizando a 2,5 millones de personas en todo el mundo — 10 mil se ‘facturan’ en el país de Dilma Rousseff.

Un puño firme aporreando la puerta de la favela para preguntar por el pequeño de la casa es el inequívoco signo de que la víctima ha sido identificada. El último trámite, el de convencer a los progenitores, puede durar horas o días, según las reticencias iniciales, pero ya es imparable. Tarde o temprano la necesidad, la oportunidad de salir de un agujero y la incesante lluvia de promesas y escenarios gloriosos acabarán haciendo mella en la resistencia paterna, incapaz de aguantar la esperanza de ver a un hijo iniciar una vida mejor, alejado de la pobreza y la miseria. Sin querer, padres e hijos, se empujan mutuamente hacia un pozo sin salida en una extraña danza de necesidades. Es la baza que juegan las mafias. En Brasil existe un sinnúmero de dudosos agentes que explotan a estos niños vendiéndolos por ingentes cantidades a mercados como el chino, el vietnamita o el indio. Y siempre con el mismo proceder. Una vez llegan a destino, el muchacho descubre la terrible verdad, allí, no existe ningún club que le esté esperando, desvaneciéndose el futuro que le pintaron en sombras que lo acabarán devorando en una vida de esclavismo y abandono. Desposeídos de pasaporte y documentación, sin un entorno del que poder valerse y sin dinero, acaban acatando las ordenes, y cuando no, aceptándolas a base de golpes o amenazas. Y eso, sólo si tienen suerte.

Jutana Armede, como coordinadora del Ministerio de Justicia de Sao Paulo, conoce muy bien el problema: “estos chicos no reciben ningún tipo de educación, ni de alimento de forma regular, viven en un clima de constante inseguridad en el que se sienten intimidados por medio de la violencia física o sexual”. Pero Brasil no solo ‘exporta’ víctimas, también las recibe. El país acoge todos los años cientos de menores llegados desde el sudeste asiático, captados bajo la promesa de que el gobierno de Brasilia les ofrece programas de formación que jamás existieron. Incluso éstos, quedan en peor situación que sus homólogos nacionales, ya que ingresan como inmigrantes ilegales escondidos en algún convoy que cruza las rutas de tráfico abiertas en el noreste del país. Su caminar por el fino hilo que les separa de la muerte empieza en el primer segundo de partido.

Mientras el mundo observaba la ceremonia de apertura de la Copa del Mundo la Organización Internacional del Trabajo advertía de las consecuencias del evento para los menores más necesitados: “La copa puede despertar la ilusión en miles de niños haciéndoles creer que una carrera como profesional está a su alcance, con tal de poder realizar sus sueños muchos menores caerán en una relación dependiente con agentes criminales”. En el corazón de Cidade de Deus, la mayor favela de Río de Janeiro, el Botafogo colabora con las autoridades para mantener campos urbanos donde los niños pueden acudir a evadirse y dar rienda suelta a sus sueños, y si lo merecen, formar parte de la escuela del club carioca. Abrirse camino a través del fútbol es casi la única salida que tienen millones de menores en una nación todavía demasiado desestructurada como para hacerse cargo de la gran bolsa de pobreza que azotó durante décadas su cotidiana realidad. 

Julían Marchado, portavoz del Comité Popular para la Copa del Mundo y los JJOO, dejaba un titular todavía más escalofriante: “La trata de personas tiene una gran tradición en Brasil”. Sobre todo en ciudades como Recife, Salvador de Bahía o Brasilia. El vinculo de dependencia de las víctimas con sus cautores hace que muchas ni siquiera se consideren personas secuestradas, aunque sean conscientes de que están traficando con ellas — la ausencia de denuncias por parte de éstas y sus familiares, consumidos por la culpa o la vergüenza, es otra constante —. Pero hay un dato mucho más crudo sobre la aseveración de Marchado: sólo 17 de los 26 estados brasileños votaron a favor de las medidas de Lula y Rousseff para implantar programas de actuación federal que pusieran fin a la trata de seres humanos en los entornos más desfavorecidos. Sigue habiendo demasiado dinero, intereses y políticos corruptos fluyendo por las negras callejuelas del gigante latinoamericano.

Son asuntos que no pasan desapercibidos para la población local, que exige más educación, más seguridad y más derechos para una ciudadanía todavía demasiado desprotegida, que observa con indignación, como se derrochan miles de millones en estadios que no tendrán ningún uso futuro al tiempo que la delincuencia, la pobreza infantil y la corrupción siguen azotando sus barrios con una virulencia renovada. Nadie se atreve a dar una cifra de cuantos menores, al calor de la euforia mundialista, acabarán cayendo en las redes criminales que se alimentan de tales necesidades. Pero mientras occidente y el propio gobierno brasilero miran despreocupados estadios fastuosos y a estrellas rutilantes en su pasear por el Mundial de 2014 cientos de niños pegando patadas a un balón en despreocupados descampados están siendo observados para poder seguirlos hasta sus casas, y una vez allí, prometerles una ficticia carrera futbolística repleta de dinero y gloria inventada, la puerta que les conducirá a una vida de tormentos sin fin de la que ya nadie les podrá rescatar jamás.

13 de juny 2014

Ya nadie recuerda a Ghiggia

Alcides Ghiggia está parado en el centro del escenario. Está encorvado, tiene las piernas quebradizas, el pelo seco peinado hacia atrás, los ojos cansados y la nariz y las orejas grandes. Un oleaje de arrugas le baña la frente. Está serio. Tiene 85 años y sostiene un micrófono. Delante de él hay gente sentada en sillas de plástico; detrás de él, una publicidad del whisky Dunbar. Eduardo Larbanois y Mario Carrero acaban de cantar Crónicas de la soledad, una canción que compusieron para homenajear a la selección de Uruguay campeona del mundo en 1950. Ghiggia, que los acompaña de gira contratado por Dunbar, le guiña a Beatriz, su esposa, que está en la primera fila. Ella le sonríe.

— Disculpe, Alcides, disculpe. Pero digamé, digamé, ¿con cuál fue? —le pregunta un adolescente que se acercó, sigiloso, hasta el escenario—. Digamé, ¿con qué pie le pegó?
— Con éste, m’hijo —le señala, sorprendido, Ghiggia—. Con el derecho.
— Disculpe, ¿pero se lo puedo besar?
— Eh… bueno, bueno…
— ¿Puedo, Alcides, puedo?
— Bueno, m’hijo, sí.

El adolescente le besa el pie derecho y vuelve, emocionado, a su silla. — ¡Bueno, menos mal que me bañé hoy! — bromea Ghiggia. La gente se para y lo ovaciona, él vuelve a sonreír. Carraspea: está por contar la misma historia que cuenta desde el 16 de julio de 1950.

***
Es 16 de julio de 1950, y Brasil y Uruguay empatan 1-1 en el último partido del cuadrangular final del Mundial. Obdulio Varela tiene la pelota, y se la pasa a Ghiggia. Ghiggia se la pasa a Julio Pérez y corre. Es rápido, Ghiggia. Cuando niño, jugaba a carreras con Dick, el perro de caza de su papá, Alfonso. Es un novato, además: debutó en la selección hace apenas dos meses, el 6 de mayo, cuando Uruguay presagió – para olvido de los historiadores – el Maracanazo y derrotó 4-3 a Brasil en San Pablo, por la Copa Río Branco. Ghiggia corre, y Pérez le devuelve la pelota. Ghiggia esquiva a Bigode. Omar Míguez, el nueve de Uruguay, que entra por el medio, le exige: “¡Alcides, pásamela, dale!”. Ghiggia lo escucha. El arquero de Brasil, Barbosa, también. Es un déjà vu: 13 minutos antes, Ghiggia también entró con la pelota por la derecha y centró para Juan Schiaffino, que anotó el 1-1. Por eso, Barbosa se mueve para interceptar el centro. Pero –la historia que se repite como farsa– Ghiggia no tira el centro para Míguez, que sigue desencajado: “¡Pásamela!”. No: Ghiggia patea, la pelota entra, y las 200 mil personas que hay en el Maracaná enmudecen.

Ghiggia festeja, lo abrazan sus compañeros, pero Míguez, según recordaría Ghiggia en el libro 'Maracaná, la historia secreta' escrito por el periodista Atilio Garrido, lo increpa: — ¿No me oíste? ¡Te la estaba pidiendo! ¿Por qué no me la pasaste? — Omar, déjala ahí, que ahí está bien. Esa tarde, Uruguay salió campeón del mundo y Brasil vistió por última vez una camiseta blanca. “Sólo tres personas –dijo Ghiggia en 2006– silenciaron el Maracaná: Frank Sinatra, el Papa Juan Pablo II y yo.”

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Era el destino. ¿Cómo explicar, si no, que dejara de jugar al baloncesto en Nacional porque su familia era hincha de Peñarol?¿Cómo explicar, si no, que su papá –rígido, estricto– le permitiera dejar de estudiar mecánica electrotécnica en la UTU (Universidad Técnica del Uruguay) para jugar al fútbol en Sudamérica?¿Cómo explicar, si no, que no pasara en 1947 una prueba en Atlanta y que debiera volver al Uruguay y allí firmar con Peñarol, y así, sólo así, poder jugar el Mundial de 1950, porque por entonces los futbolistas que jugaban extramuros no eran llamados a la selección? ¿Cómo explicar, si no, que volviera a rechazar a Nacional, que lo quería, ya no para jugar al baloncesto, sino para jugar al fútbol, porque su mamá, Gregoria, le advirtió: “Si vas a Nacional, no pisás más esta casa"? ¿Cómo explicar, si no, que Emérico Hirsch, el entrenador húngaro que dirigía a Peñarol en 1949, lo viera de casualidad en un entrenamiento y lo pusiera de titular al partido siguiente?

Era el destino. Así lo cree Ghiggia.
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Ghiggia jugó sólo 12 partidos para Uruguay y marcó cuatro goles: los cuatro, en el Mundial de 1950. En 1952, trompeó al árbitro Juan Carlos Armental durante un clásico entre Peñarol y Nacional, y la Asociación Uruguaya de Fútbol lo suspendió durante 15 meses. Entonces –el destino, de nuevo– lo contrató la Roma. Era, ya, una celebridad. Vestía tapados de piel, tenía tres Alfa Romeo, asistía a las fiestas del jet-set, conocía a Gina Lollobrigida y Vittorio Gassman, se alojaba en hoteles cinco estrellas, salía con actrices y modelos y era acosado por los paparazzi. Estaba en otro mundo, y telefoneaba una vez por semana a su papá y su mamá para contarles de sus aventuras. Alfonso lo ponía al día con los partidos de Peñarol. Ghiggia jugó ocho años en la Roma. También jugó las Eliminatorias para el Mundial de 1958 para Italia, junto a Schiaffino, pero Italia no se clasificó. Jugó apenas cuatro partidos en la temporada 1961/62 para el Milan, y volvió al Uruguay. Jugaría en Danubio hasta los 42 años. El gobierno del Uruguay lo premió como había premiado a los otros campeones de 1950 cuando se retiraron: con un empleo público. Hasta 1992, Ghiggia se encargaría de vigilar que los ludópatas no hicieran trampas en el Casino de Montevideo.

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Las Piedras es Montevideo en miniatura. Las casas son bajas y grises, las calles angostas y transitadas por los mismos ómnibus metropolitanos, ya que apenas veinte kilómetros separan a la capital del Uruguay de esta ciudad en la que viven setenta mil personas y en la que José Gervasio Artigas derrotó en 1811 a las tropas realistas. Pero a Las Piedras no la atraviesa la 18 de julio ni Bulevar Artigas, sino una vía de tren que une Montevideo con Rivera, en el límite con Brasil. El ferrocarril vertebraba hace cien años al Uruguay. Era obra de la colonización, ya no de la corona española, sino del imperio británico. El tren llegó a fines del siglo XIX, a la par del fútbol: por caso, Peñarol es una invención de los ferroviarios de la Central Uruguay Railway, que jugaban a la pelota durante sus recreos. Hoy, la vía del tren en Las Piedras está destartalada y cubierta, por tramos, de pastizales y hongos. Hay, sobre ella, una feria de ropa: pequeños puestitos siameses a lo largo de una cuadra. Beatriz atiende, junto a su mamá y su hermano, el segundo puestito. Pero no se encuentra, informa su mamá: “Está en la casa, está con Alcides”.

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— ¡Ah, Ghiggia! ¡El pueblo le debe mucho a usted! —lo saluda Reinaldo Gargano, canciller del Uruguay, durante una fiesta en la Embajada del Brasil en Montevideo, en 2008.
— No, el pueblo no me debe nada. Ustedes, los que gobiernan, me deben —le responde, la voz grave, de Ghiggia.
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En 1992, Ghiggia enviudó de su segunda esposa, Clara. Estaba solo, porque ni su hijo ni su hija le atendían ya el teléfono. Tenía 66 años, era jubilado y estaba deprimido. Entonces decidió irse de la, para él, ruidosa Montevideo. Empacó sus medallas y su ropa, y viajó a Las Piedras. Alquiló una casita en el centro de la ciudad y salía todas las tardes a la plaza para mirar a las palomas. Una de esas tardes, conoció a una mujer y se pusieron de novios. Ella vivía con sus seis hijos en las afueras. Hasta allí iba todos los días Ghiggia. Iba siempre corriendo por la banquina de la ruta.

— Oiga, Alcides, disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta? —lo paró Homero Caro, un instructor de autoescuela que no lo conocía pero sabía que Ghiggia vivía en Las Piedras, desde arriba de su auto.
— Sí, diga —le respondió Ghiggia, agitado, transpirado: volvía corriendo de la casa de la mujer.
— ¿Le puedo preguntar qué hace usted en Las Piedras?
— Miro palomas. Y salgo con una señorita, pero no la quiero ver más.
— Y dígame, ¿a usted no le interesaría trabajar?
— ¿Trabajar? Bueno, m’hijo, ya estoy jubilado yo… Pero… pero podría ser…
— Se lo pregunto porque trabajo de chófer. Doy clases de conducir. Y tengo otro auto… si le interesa.
— Y… los autos me interesan, m’hijo. Siempre me gustaron. Bueno, sí. ¿Cuándo arranco?

Ghiggia le pidió a Caro que pusiera fin a la relación con la mujer de los seis hijos por él. Al día siguiente, Caro le llevó de regalo un televisor a color a la mujer y le dijo que lo dejaba sólo si no lo volvía a llamar a Ghiggia. La mujer aceptó. Más tarde, ese día, le presentaría a Ghiggia a su primera alumna. Ella tenía 23 años, era hincha de Nacional y su nombre era Beatriz.

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El cielo está gris y hay humedad. La gente recorre la feria. Los perros ladran. Hace frío. En el segundo puestito, la señora acomoda la ropa. “Mi hija no los va a poder ayudar porque se está yendo a Montevideo”, avisa. “¡No, mamá, ahí viene!”, señala el hermano, y aparece Beatriz. Es bajita, mulata, tiene los pómulos redondos, los labios gruesos. Está apurada. “Es que me tengo que ir a Montevideo, gurises”, se excusa. “Se tiene que ir a Montevideo”, apuntala, ya enojada, la mamá. “Bueno, vamos, los llevo a verlo. Esperemos que no esté durmiendo la siesta”, dice Beatriz.

Cuando Caro le presentó a Ghiggia, Beatriz no sabía quién era. “Un tal Chichia, ¿lo conocés?”, le preguntó a su mamá cuando volvió de la primera clase de conducción. Al mes, ya estaban saliendo, y Ghiggia, cuenta Caro, dejó de ir a dar clases. Prefería pasar las tardes en el puestito de la feria. Mientras Beatriz atendía, él sacudía la mugre con un plumero. “La gente no lo reconocía”, cuenta Beatriz, mientras abre la reja de la casa, que da a un pasillo largo, con macetas a los costados. Hasta que una tarde, mientras él blandía el plumero, una niña que iba con el abuelo se acercó, lo miró de arriba abajo y se puso a llorar.

— ¡Es él, es él! ¡Abuelo, es él!
— ¿Qué te hizo este hombre? —le preguntó a la niña el abuelo, que miraba a Ghiggia a los ojos.
— No le hice nada, señor. Nada —se atajó Ghiggia.
— ¡Abuelo, es él! ¡El de la tele! ¡El del Mundial!
— ¿Qué Mundial? Vamos, no llore así, m’hija. ¿De qué Mundial? —la consolaba el abuelo.

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Otra tarde, otro abuelo se presentó en el segundo puestito de la feria. La noticia de que el campeón del mundo de 1950 vivía en Las Piedras había corrido ya. — Disculpe, don Alcides, pero mi nieta cumple 15 años el sábado y pidió de regalo que usted, que es su ídolo, esté presente. Somos de Tacuarembó. Ghiggia y Beatriz viajaron ese sábado a Tacuarembó, que está a 380 kilómetros al norte de Las Piedras. Cuando Aranza, la cumpleañera, entró al salón, sonriente y con su vestido blanco, vio que en la mesa principal, la de su familia, estaba Ghiggia: fue hacia él, con lágrimas que le corrían el maquillaje, y lo abrazó. “Aranza –comenta Beatriz– todavía lo llama a Alcides. Y vino a visitarlo cuando fue el accidente.”

***
Ghiggia está enojado, resentido. Siente que la gente no lo valora, que el Estado es avaro por darle 15 mil pesos uruguayos (alrededor de 600 euros) de jubilación más una pensión graciable, y que los periodistas sólo se acuerdan de él los 16 de julio. “Por eso –advierte Beatriz antes de entrar a la casa para preguntarle si quiere recibir visitas– él cobra las entrevistas. Además necesitamos el dinero para terminar la casa”. La casa queda en la Ruta 67 y está a medio construir. Para terminarla, Ghiggia aceptó la propuesta del whisky Dunbar para salir de gira por el Uruguay con Larbanois y Carrero. Él debía entretener a la gente en el intermedio del recital. Además vendió un pie de oro que le habían regalado en Mónaco a cambio de 24.900 dólares que desembolsó el Banco República para subastarlo. También vendió la medalla de campeón del mundo, aunque siempre lo negó. “Si acá la tengo”, la mostraba, y decía la verdad a medias: la vendió, pero la compró un socio de Paco Casal, el dueño del fútbol uruguayo a través de la empresa televisiva Tenfield, que se la devolvió. Casal le da 400 dólares al mes, y hasta le regaló un Renault Clío. El Renault Clío del accidente.

El 13 de junio de 2012, Ghiggia, que iba con Beatriz y su cuñada, conducía por la Ruta 5 cuando un camionero lo chocó. Ghiggia no llevaba puesto el cinturón de seguridad y salió despedido del auto. Sufrió traumatismo en la cabeza, traumatismo en el tórax, una deficiencia pulmonar, fractura de rótula, fractura de brazo, fractura de tobillo y una lesión grave en la cadera. Estuvo internado en coma farmacológico durante 37 días en Montevideo. — Entren, entren, que Alcides está acostado pero despierto —invita Beatriz, sonriente.
***
El living es pequeño. Hay fotos y recortes de revistas encuadrados arriba de una repisa. Pero no está la camiseta que usó Ghiggia ante Brasil en el Mundial: cuando viajó a Roma, se la dejó a su papá, que la guardó, cual reliquia, en una caja. Cuando volvió al Uruguay, Ghiggia se la pidió, pero cuando él y Alfonso abrieron la caja, la camiseta ya no estaba: se había desintegrado. La habitación está apenas iluminada. Hay un plasma colgado de la pared y un gato a los pies de la cama. En una mesita de luz, hay una foto de Ghiggia con la camiseta de Uruguay y otra de Beatriz cuando joven. En la otra mesita de luz hay una caja de zapatillas con medicinas. Al costado, un andador: Ghiggia volvió a caminar, pero todavía le duele la pierna. El último sobreviviente del Maracanazo está acostado, con la ropa hasta el cuello. — Los chiquilines vienen a visitarte —le dice Beatriz, siempre sonriente.

— Siéntense, chiquilines —invita Ghiggia, que no deja de mirar la tele. Hay una película en Isat, pero apenas si se ve por la lluvia. A él no le importa: es una distracción para no dormirse y así poder mirar el partido de Uruguay e Irak, por la semifinal del Mundial Sub 20. Me siento en un silloncito que está a su lado. Allí se sienta a diario el médico que controla que esté bien y que tome los medicamentos (porque Ghiggia, a veces, no los quiere tomar).

— Vienen periodistas de todo el mundo a verlo, ¿no, Alcides? —cuenta Beatriz.
— Sí, de todo el mundo —asiente Ghiggia.
— ¿Cómo está del accidente?
— Mejor. Pero los días de humedad, como éste, me hacen doler la rodilla. Por eso no salgo a la calle cuando hay humedad.

Suena el teléfono. — Ésa debe ser tu mamá —le dice Ghiggia a Beatriz, y atiende—: Hola, suegra, ¿cómo anda? Ah, sí, está acá… Bueno, le digo… Sí, va a ir a Montevideo… Sí, ya sale para allá… ¿Pero va a comprar ropa para el local o para ella? ¿Usted paga, no? —sonríe Ghiggia y le guiña a Beatriz, que también sonríe—. No me quería mi suegra —cuenta cuando cuelga el teléfono. — Por la diferencia de edad era, por la diferencia de edad —acota Beatriz.

— ¿Y ahora?
— Ahora me quiere —vuelve a sonreír Ghiggia.
— ¿Y alguien no lo quiere?
— La gente se olvidó de Alcides —intercede Beatriz—. En el Interior del país, sí es muy querido. La gente lo reconoce y se vuelve loca con él. Pero en Montevideo, no. ¿Te acuerdas, Alcides, de aquel señor que te vio en el peaje en Paysandú y se bajó del auto para pagártelo?
— Sí que me acuerdo. O de ése que nos pagó el almuerzo en no sé dónde.
— ¿Y acá en Las Piedras? Sé que una cancha lleva su nombre y están por inaugurar una estatua suya.
— Naaaa, qué van a poner una estatua.
— La gente acá lo reconoce pero lo mira de lejos —detalla Beatriz—. La gente es mala, y habla, discrimina, por la diferencia de edad.
— La estatua, la estatua... —refunfuña Ghiggia.
— Bueno, la estatua está, pero no se parece en nada a Alcides.
— La mandó a hacer Homero Caro, pero cuando la vi no se parecía en nada a mí.
— En nada.
— ¡Me hicieron rubio! ¡Y yo nunca fui rubio!
— ¿Es cierto que viajó por todo el Uruguay de gira contratado por Dunbar?
— Por todo el país —responde Ghiggia.
— Por todo el país —responde Beatriz.
— Vi que tiene fotos y entrevistas recortadas en el living. ¿Tiene los relatos del gol a Brasil, también?
— Sí, los tengo, pero ella no me deja escucharlos. Hace años que no me los deja escuchar.
— Es que Alcides está grande y se me emociona mucho. Tengo miedo de que le pase algo.
— Tengo el relato de De Feo, Pelliciari, Soler… —cuenta Ghiggia, y los ojos se le llenan de lágrimas.
— Bueno, y nosotros nos conocimos en la escuela de conducir, ¿no, Alcides? —interrumpe Beatriz para que Ghiggia vuelva al presente. Ya lo decía Obdulio Varela: “Recordar es malo”.
— Yo era su profesor —vuelve a sonreír, pícaro, Ghiggia.
— Es que a él siempre le gustaron los autos, la velocidad y… dejalo ahí…
— ¿Y las mujeres?
— Y las mujeres —refunfuña Beatriz y Ghiggia se ríe. Acota: — Bueno, siempre me gustaron mucho las mujeres. Pero estoy con ella. Nos entendemos.
— Salvo en los clásicos, porque yo soy de Nacional, y no podemos ver los partidos juntos.
— Ella se va a la cocina y yo me quedo acá, en la cama.
— Sí, pero cuando Peñarol hace un gol, Alcides sube el volumen de la tele para que yo lo escuche desde la cocina.
— ¿Siente que no es reconocido como debería?
— Alcides siempre dice que nació en la época equivocada, que hoy sería mejor que Messi, ¿no, Alcides? Ghiggia asiente.

El hermano de Beatriz está en el living. Recién llegó. Tiene que llevarla a Montevideo. Ghiggia pone VTV para ver Uruguay-Irak. Beatriz le avisa que va hasta Montevideo y vuelve. “Andá tranquila”, le responde Ghiggia, tapado hasta el cuello. Salimos. Beatriz y su hermano, también. Ella cierra la puerta con llave.

(*) Texto de Federico Bassahún: Cronista argentino y editor de la Revista Don Julio.

6 de juny 2014

El brasileño nazi

Como un día cualquiera, José Ricardo Rosa Maciel se disponía a emprender los trabajos de mantenimiento en la Hacienda de Cruzeiro do Sul, a 160 kilómetros de Sao Paulo. Nada le hizo presagiar que horas después, una piara revoltosa, sería autora de un macabro hallazgo. El bajo muro que derribaron aquellos puercos, compuesto por polvorientos ladrillos ya castigados por el caer de los años, dejó a la intemperie el secreto que ocultaban en una de sus caras. Maciel, dispuesto a apartar aquellos tumultos del camino, descubrió la verdad al voltear una tesela. Sus ojos, que saltaron disparados de sus cuencas, vieron la esvástica grabada en una de las caras. «Cuando lo vi pensé que estaba alucinando». Como desesperado, regiró la colección entera sin encontrar ni uno solo que no tuviera el símbolo cincelado en el dorso. «Nada explica la presencia de una esvástica aquí». Dice hoy, reclamado por la fama del hallazgo. Campina do Monte Alegre fue una comarca tranquila, zona, hasta los años 60, de grandes terratenientes. El lugar perfecto donde esconder una macabra historia sin que nadie hiciera preguntas.

¿Nada?, en realidad sí hay algo que lo explique. Brasil acogió el mayor partido fascista fuera de Europa, y el país fue aliado de Alemania hasta 1940. Tuvo que ser el historiador local, Sidney Aguilar Filho, quien arrojara algo de luz al asunto tras meses de investigación. Aquella Hacienda, en manos de la familia Rocha Miranda, fue feudo, y lugar de congregación de Açao Integralista Brasileira, una asociación de extrema derecha vinculada al movimiento Nazi. Esos trozos caídos, se erigen en una nueva bofetada a la desmemoria de la región, una de tantas con extraños vínculos filonazis encontradas en todo el continente.

Los Rocha tenían predilección por los niños, y una gran afición por el fútbol. Aloysio Da Silva, a sus 89 años, es de los pocos supervivientes de aquellos años que se atreven a hablar. «Venían al orfanato, en Río de Janeiro, y el señor Miranda, señalando con su bastón, elegía a 10 chavales y se los llevaba. En otra ocasión, años más tarde, volvió, y nos echó una bolsa de dulces al suelo, para que peleáramos por ella. Los que más conseguimos fuimos elegidos. Nos prometía poder montar a caballo, ir de excursiones y jugar al fútbol. ¿Quién se iba a negar a eso?» Pero la realidad era mucho más dura. En la granja eran obligados a saludar cada vez que se topaban con un retrato de Hitler, omnipresente en todas las instalaciones. «¡No sabíamos quién era!». Exclama el viejo. Una vez finalizados los trabajos forzados a los que les sometían tocaba aprender instrucción militar bajo la antena vigilancia de las húmedas fauces de perros guardia, amaestrados para despellejar al mínimo vacile. Aquello era un pequeño campo de concentración donde llegaban huérfanos por oleadas a cada pocos años para cubrir las bajas que ocasionaba la enfermedad, el agotamiento, las palizas o los escasos intentos de evasión, que si no finalizaban con éxito lo hacían con infanticidio.

Pero unos pocos ladrillos volteados no serían el primer vestigio de aquellos tiempos encontrados por mano de José Ricardo Rosa Maciel. Años atrás, derribando un cobertizo destartalado por el abandono, apareció una fotografía extraña. Un equipo de fútbol, como uno de tantos en aquellos años 30, posaba en la pared exterior del edificio sobre el que estaban picando paredes los jornaleros bajo su mando. Nada inusual si no fuera porque uno de los muchachos portaba una pronunciada bandera con el símbolo nazi bordado en su interior.

Los herederos de Rocha Miranda se defienden alegando que su familia dejó de apoyar a los nacionalsocialistas mucho antes de la guerra, negándose a aceptar que los niños fueran maltratados. Así lo reflejaron en las páginas de la Folha de Sao Paulo. Los testigos, sin embargo, hablan de torturas, palizas y esclavismo. El profesor Filho, tras concienzudas entrevistas con las víctimas, prefiere darle crédito a los niños, hoy venerables ancianos, que repiten el mismo relato sin variaciones, a pesar de no haberse visto en más de sesenta años.

Aunque algún resquicio de esperanza encontraron entre aquellos tormentos. El fútbol, por fortuna para sus castigadas mentes, formaba una parte importante en el programa ideológico de Açao Integralista Brasileira, encargada de organizar partidos entre sus huérfanos y los trabajadores de los ranchos vecinos. Era habitual verles sometidos durante el encuentro a insultos racistas y entradas criminales cuando los 'señoritos' competían entre esclavos, el triunfo ante el hombre blanco era castigado con azotes que en alguna ocasión llegaron a recibir con gusto, fue su particular modo de vencerlos. Era la estética de aquellos tiempos, en los que se organizaban desfiles militares en los grandes estadios, utilizando el régimen de Getulio Vargas el balón como arma propagandística.

«Pegábamos unas patadas al cuero durante un rato, íbamos evolucionando», recuerda Argemino Dos Santos, otro de los niños nazis de Cruzeiro do Sul. «Luego comenzamos un campeonato. Éramos buenos, eso no era un problema». Pero, tras varios años de aguantar lo inaguantable, muchos ya habían tenido suficiente. «Había una puerta que dejé abierta. Esa noche me escapé por ahí y nadie me vio». Otros, simplemente, elegían abandonarse hasta perecer, si es que les era posible tomar la elección. Las tácticas de sumisión llegaban al punto de que a los chavales se les prohibía tener nombre propio, adoptando como tal simples números para identificarse. Pero la vida de liberto no fue sencilla para Dos Santos. Vagó por las calles durante meses, durmiendo a la intemperie y buscando alimentos entre los desperdicios, pudiendo, por fin, trabajar como repartidor de periódicos hasta que en 1942 Brasil le declaró la guerra a Alemania, y éste, se enroló en la marina para combatir a los submarinos que las potencias del eje situaron en el Atlántico.

«Solo estaba cumpliendo con lo que Brasil necesitaba hacer», confiesa Dos Santos. «No podía albergar odio porque no sabía nada de Hitler ni de la guerra». Ni él ni ninguno de los niños que adiestraba la familia Rocha. Aunque aquellos tiempos de tortura, regada con pequeños paréntesis de normalidad encontrados en un terreno de juego, le permitieron labrarse un futuro esplendoroso. Aquel número 23 (su nombre de esclavo en la Hacienda) acabó enrolándose en las filas de equipos como el Vasco Da Gama, Fluminense o Botafogo, erigiéndose en uno de los mejores centrocampistas que los años 40 dejaron en el país del Ordem e Progresso. «En aquella época los jugadores profesionales no existían. Todos eran amateur. Veníamos todos de las calles, el que no era repartidor de periódicos era limpiabotas».

Ahora, conocido por su fama de jugador, con un pasado sepultado por botas de fútbol, disfruta sentado en el porche de su casa mientras degusta al atardecer de una buena cerveza fría. Él es uno de los pocos supervivientes que conocieron la vida que dieron aquellos viejos ladrillos nazis que un grupo de puercos derribaron para sacar a la luz uno de los pasajes más negros del anfitrión de la Copa del Mundo. «Cualquiera que te cuente que su vida ha sido todo felicidad miente. Todos tenemos algún mal recuerdo a lo largo de nuestros días», sentencia. Eso es para él los tiempos sufridos con la familia Rocha; eso es para Brasil aquellos años de nazismo en el amazonas. Un mal recuerdo de días pasados tras una larga vida.

Aloysio Da Silva también fue futbolista, uno más modesto, formando filas en equipos como el Juventude. Muchos de los niños, tras la caída del gobierno de Geutilio, encontraron la libertad; varios de ellos vagaron por el mundo hasta el final de sus días, otros, los más, consiguieron salir adelante. Los Rocha Miranda, por contra, cayeron en desgracia tras la derrota nazi y el hundimiento del régimen, aunque conservaron la influencia y el dinero suficiente para borrar todo vestigio de sus fechorías, o eso creyeron, hasta que una tarde, par de gorrinos, dejaron al descubierto un terrible secreto.

2 de juny 2014

UN LIBRO PARA WALDO


«¿Sabías que eres el máximo goleador de la historia del Fluminense?» Eso le preguntó Valterson Bothelo a Waldo en el cada vez más lejano año de 2010; entre medias, el periodista y escritor carioca había cruzado un océano entero para presentarse en el local que regentan los veteranos del VCF, y copa de vino en mano, compartir comida con el crack valencianista, acribillándolo a preguntas entre sorbo y sorbo para recoger anécdotas con las que trufar su relato una vez emprendido el viaje de regreso a Brasil. Un país tan caótico en lo futbolístico que entre campeonatos Río-Sao Paulo y estaduais inacabables dejó a gentes como Pelé, Rivelino o Garrincha sin un mísero título de liga; invento que no llegaría a aquellas tierras hasta 1974. Debió de ser ese sentimiento de culpa el que llevó a la CBF a homologar en 2008 aquellos campeonatos con la liga nacional y redefinir el palmarés de sus clubes, dejando en el haber de 'O Rei' seis entorchados donde antes no había ninguno. 

«No, no lo sabía», contestó Waldo. Aquel ejercicio de introspección aireó una verdad incómoda, Orlando Pingo (188 goles), quien popularmente siempre había sido considerado el máximo goleador en la historia del Fluminense, anotó 126 tantos menos que Waldo (314) con dos veces más partidos portando la casaca tricolor. «Eso se tenía que arreglar» sentencia Bothelo, un tipo que lleva veinte años cincelando la historia del club que siente, hasta coleccionar una videoteca repleta de entrevistas a los mitos vivientes de la entidad carioca, a modo de legado audiovisual, para aunar la epopeya de los ídolos que conformaron el pasado, y que tiñen el presente, del tetracampeón brasileño. ¿Pero quién es Waldo en Brasil? «Una sombra borrosa en la historia local», un tipo desconocido para la generación post Suecia'58 a pesar de guardar sus huellas en cemento en las entrañas de Maracaná, junto a las de los grandes nombres del fútbol brasileño y mundial. Un logro solo al alcance de los mejores, como lo fue él antes de marchar rumbo a Valencia en 1961.

«Creo que este libro hacía falta, era justo reparar la figura de uno de los mejores futbolistas que dio Brasil». Valterson se puso a escribir y no paró hasta completar las 205 páginas de 'Waldo, o artilhero', la biografía de un tipo que formó parte del mejor Flu que se recuerda; el conformado por Telé Santana, Didí y nuestro protagonista, dominador de una época sepultada ya por la irrupción del Santos y su rey. Algo parecido ocurre con su figura valencianista, reposando como crack entre dos épocas; entre Mundo y Kempes, entre el VCF más ganador que hubo y el más icónico que se recuerda. Recurrieron, para presentarlo al público brasileño, a un famoso gol de Ronaldo anotado en 1993, apostillándolo con un 'pues Waldo metió dos como ese'; y casi no hubiera hecho ni falta. En la presentación del libro, en la sede social del Fluminense, allá por 2013, se vieron colas y gentío por todas partes en espera de recibir la firma del anciano, que a sus 78 años se cruzó medio mundo, para con una resistencia estoica, pasarse casi dos horas sentado en una silla firmando ejemplares y artilugios de todo tipo.

Entre tintas y hojas en blanco se le iban acercando excomapañeros y aficionados canosos con vagos recuerdos de aquella mole azabache que solo de verla en estampida atemorizaba al mismo diablo. Porque el físico de aquel Waldo en activo era imponente, sus musculadas piernas, hoy en día, hubieran bastado para matar de envidia al presumido Cristiano Ronaldo. «Reunía potencia, velocidad y calidad, Waldo lo tenía todo, era un atleta completo», se explaya el autor de la obra. Y las hemerotecas no le contradicen. El periplo del delantero por el balompié está repleto de goles antológicos, de golpes francos de una belleza renacentista y unas ansias anotadoras que le llevaron a ser el segundo máximo goleador - en liga - de la historia del club valenciano en virtud de sus 160 dianas. Todavía hoy sus metas generan recuerdos. Aquel gol de falta al Levante UD; aquel trallazo ante el Núremberg que de tan veloz que iba su portero no supo que se la habían colado hasta que los valencianos se abrazaron delante de sus narices. O aquella explosiva bolea desde la frontal del área, en pleno corazón de Glasgow, que silenció Celtic Park. Tanto fue aquella noche que todavía hoy, dicho encuentro, es uno de los recurrentes clásicos que emite la TV del club escocés a cada año nuevo o paréntesis estival.

«Gracias a Dios la gente en Valencia me trata fenomenal, estoy muy bien». Waldo no volvió nunca a Brasil, incluso tantos años pasaron que hoy en día tiene dificultades para hablar correctamente el portugués, entremezclándolo con el castellano de acento luso del que hace gala. Pero, ¿Cómo llegó al VCF? «Fue el entrenador del Fluminense quien me convenció de que aceptara la oferta, 'aprovecha esta oportunidad', me dijo. Y me vine». Waldo cruzó el charco en tiempos en los que los cracks brasileños nacían y se retiraban en su país, formando escuadras de leyenda para convertir la Libertadores en la competición de clubes más potente del orbe. Aunque su aterrizaje en Mestalla no vino precedido de buenas noticias. La llegada del Fluminense a Valencia respondía al partido homenaje al fallecido – en accidente de tráfico – Walter Marciano, el tipo que se trajo Cubells de Brasil cuando descubrió a Pelé. La exhibición del 9 carioca provocó que poco después, Vicente Peris, huyera hacia Río de Janeiro y cerrara su millonaria contratación, incorporando un artillero de aquella talla a un equipo que necesitaba empezar a ganar. Y vaya si ganó, en sus nueve años con la zamarra del murciélago Waldo se enfundó dos copas de la UEFA, una Copa y un par de pichichis nacionales e internacionales, formando con Guillot una pareja letal, que vista hoy en foto, podría confundirse con un dueto conjugado por Rooney y Falcao

«Un club que no conoce ni respeta su historia es un club que no tiene nada, está abocado a la perdición» dice Valterson. Quizá por eso 'Waldo, o artilhero' es un bien necesario, donde se repasa la vida y milagros del mito desde su infancia hasta su retirada, descubriéndoles a los brasileños un tipo que pagó en carnes el 'pecado' de emigrar y por el cual se le cerraron las puertas de la seleçao, camiseta que solo vistió en cinco ocasiones cuando merecía haberlo hecho en cincuenta y seis, cayendo así en el abismo del olvido. Quizá duela eso de que haya tenido que ser Brasil –  teniéndolo aquí para lo que queramos – , donde ya nadie se acordaba de él, quien haya bordado en letras la historia de un jugador irrepetible, no exento de penurias hasta el punto de poner en venta, tiempo atrás, sus trofeos con tal de poder comer. Bothelo no es ajeno a esas estrecheces, por eso decidió cederle a Waldo los derechos de autor de su libro, como un doble tributo a la vida de un personaje único e irrepetible que posee el don de haber hecho historia en las dos orillas del mundo portando camisetas que no están hechas para que las luzca cualquiera.
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