13 d’ag. 2013

Aquellos días en la general de pie (I)

A estas alturas pocos se enredan en cierto pensamiento que fue más o menos claro hace años, más o menos fantasioso y loco, una anécdota para conversaciones de bar. Se trata del difuso paralelismo entre el VCF y la Selección española de fútbol de los últimos veinte años. Los dos tuvieron su momento de aparente madurez tras un largo pasado en el que habían cuajado sus ambiciones recorriendo un camino de guijarros a pasos descalzos. Era una sociedad nueva, una democracia que llegaba ya a la adolescencia, con una cultura de fútbol sólida en sus calles, puntera a nivel mundial, y con una lista de jugadores que merecían éxitos. Queríamos ganar vaya, queríamos merecerlo.

No obstante, tanto el club como la selección se atascaban con impedimentos imposibles, rocambolescos, operísticos, y terminaban en fracasos constantes. Los cuartos del Mundial del 94, el codazo de Tassoti; la final del agua; el arbitraje en Corea; Karlsruhe, Fonseca, Valdano; las cantadas de Zubizarreta; ... las cantadas de Zubizarreta. Ambos equipos eran un villano de película de James Bond: meritorios y ambiciosos, de gran lustre, un poco estrambóticos también, pero abocados irremediablemente a perder, a caer de rodillas siempre con el entusiasmo de la primera vez. Perfectos animadores de torneos, los que convertían en interesante la subida por la escalera de Real Madrid, Brasil, Italia, o Francia. Pero de repente, un día, rompieron la maldición, quizá para sorpresa del mundo. Y todos entendimos, con éxtasis más que con una sensación de oportunidad encontrada, que era una consecuencia lógica, ganada a través del tiempo.

En los albores de esta catarsis nacía el VCF global, el de aquellos goles de Champions que se oían más allá de la Avenida del Puerto, el que empezó a vender jugadores a precio de crack, y además, dijo basta, rompiendo con sus brazos al aire una capa de la atmósfera por mucho tiempo olvidada. De eso es de lo que se habla, y ahí es cuando gentes de todas partes del globo descubren la grandeza del VCF hasta hacerse aficionados. Algo así como el año 0. Pero quiero acordarme del precursor de ese punto de inflexión. Más que nada en cuanto a sensaciones, a la cultura del Valencianismo que, no nos equivoquemos, fue un padre influyente de lo que vendría después. Me atrevo a decir que fue la verdadera causa. De esos valencianistas que empujaban ese Seat Ibiza sin gas que era el Valencia CF, con un colega colgado al volante dándole a la llave desesperadamente, hasta conseguir por fin que el coche saliera rodando con la velocidad de un cohete.

Porque empujar un cohete está muy bien, pero empujar un coche de segunda mano acompañado de tus amigos porque te has quedado a medio camino de llegar a Bananas, o a The Face - en esa época los móviles daban pena - no tiene punto de comparación. Esos años molaban. Eramos pobres, inocentes, sin casi ninguna idea en la cabeza, pero con referentes marcados y una identidad a prueba de moderneces.

Aquellos que vivimos la segunda mitad de los 90 en el instituto, y los cinco años siguientes en la universidad, o también en el instituto, es decir, la generación que tomamos el testigo tras los primeros pasos de Tuzón, Hiddink y Espárrago, vivíamos con la ilusión de tocar el cielo, aunque nos la acabáramos pegando. Qué más daba. Somos la generación de la general de pie, la que vio llegar a los futbolistas canallas, nacer a Superdeporte y corretear a SuperRat por Mestalla, la que sufrió a los presidentes fantasmones y a los archienemigos de opereta de un Valencia que siempre acababa vengándose de ellos. Éramos la generación de la felicidad sin pretensiones.

Pisar la Avenida de Aragón y vislumbrar los puestos de pipas y bufandas te cambiaba la vida: durante dos horas sabías que volvías a ser un niño. Valencianismo era aquello que hacía tan épico esa mezcla de sensaciones que te regalaba ese equipazo que acababa por derrotarte el alma y destrozarte el corazón, para antes de recoger los pedazos y guardarlos en un trozo de tela, empezar a romperte el cráneo bolas de granizo yendo en pantalón corto, permaneciendo estoico en tu lugar cayera lo que cayera, esperando el momento siguiente, ese en el que Mijatovic empataba de falta con celebración que repetirías cien veces los domingos de tormenta. Hasta darte cuenta de que imitabas a un traidor y dedicarte a la vida perruna cual brasilero con flequillo.

Entonces llegaron los futbolistas-humoristas en la 96/97 para repetir la misma jugada que acababa mal, una y otra vez. Ferreira pasó de central a lateral, cogía el balón, se regateaba a uno, a dos, se crecía, la perdía a la tercera, patada por la espalda, tarjeta amarilla. Iván Campo no tenía que hacer mucho, sólo hacía falta verlo. Gabi Moya y sus paredes predecibles con Quique Romero. El cual era extraordinario para la diversión de la grada: ya lo hiciera bien, ya lo hiciera mal, nos reíamos.

Otero jugando haciendo como que jugaba al golf mientras hacía cola para entrar al Foster`s Hollywood, Iván Campo comiendo con el pie izquierdo subido a la silla en el Vips. Leandro haciendo el murciélago. Leandro haciendo el perrito. Leandro haciendo el perrito en el Calderón. Las danzas africanas de Viola, su corte de pelo con la senyera, los cánticos de los fondos y el brasileño moviendo los brazos para animar a la afición. Luego llegaría Carew para alquilar películas porno en el videoclub de mi amigo. Aquel equipo era fantástico de lo malo que era, pero nos lo pasábamos bien viendo sus resbalones o su torpeza con el balón en los pies.

Aquellos dejarían el humor para hacer hueco a chicos de barrio, a Juanfran llorando en la cama porque Ranieri le había echado del entrenamiento, para luego, correrse la banda del Camp Nou, rampa incluida, ayudándonos a remontar un 3-0 que fue un 3-4. Farinós, el que se hacía pajas al final del autobús en las excursiones del colegio, el que veía los partidos junto a los Yomus, acabó haciéndose unos tiros en la portería del gol norte durante los descansos de los partidos, regalando balones al público, retirándose abrazado al hombro del peluquero. Valencia 1 Celta 2, falta para el Valencia, Dutruel, chulo, sabe que la vamos a colgar, se adelanta para anticiparse, y deja la portería vacía; Mestalla ya estaba medio vacío, lleno de decepción, pero los que nos quedamos se lo gritamos, “eh, Farinós, chuta a puerta”. Farinós, como los buenos amigos, tardó un segundo en comprenderlo y chutó la falta a puerta vacía. Era el último minuto, 2-2.

Eran momentos donde las pequeñas cosas adquirían tamaños gigantescos. Eramos felices no teniendo nada, pero sin perder la esperanza de hacernos ricos, como forma para endulzar aquel tránsito. Durante el último partido de la temporada arrollamos al Mallorca, gran encuentro de Anglomá. Nadie entró al vestuario esperando que llegaran noticias de Balaídos: Eramos de Champions. Los jugadores saltan, la afición crea un follón, el Piojo recorre la banda con una senyera agarrada con el puño, volando al viento.

No queríamos irnos a casa. Nos quedamos todos en la Avenida de Suecia. Habíamos venido a cantar, a hacer cualquier cosa, y sobretodo a agradecer a aquellos que habían sido responsables de todo aquello. En cuatro días esperaba Sevilla, el sueño hecho realidad, el mayor orgasmo generacional jamás conocido. Cuando una masa de aficionados desatados iba adquiriendo forma Morata fue el primero en levantar su micrófono y reportar en directo para la radio, y ahí empezó todo: "Morata, canalla, fuera de Mestalla".

Puedes leer la segunda parte haciendo clic aquí

(*) Guillermo Barreira és artista visual i director de cinema, dirigeix la productora Codebreaker Productions a Nova York. Esta és la primera part d'una serie d'articles sobre el VCF vist des de la general en peu al Mestalla dels anys 90.

3 comentaris:

Anònim ha dit...

Yo soy de esa generación, del descenso a la Copa...los mejores años de militancia. Esos años 90 fueron tragicómicos. Somos una afición socarrona, de haber quien suelta la gracieta más animal....somos así, las prisas por no pillar atascos da como resultado la falta de respeto para ver el final de los partidos..y al final es donde debe juzgarse el comportamiento del equipo en los partidos.

Buen artículo.

Anònim ha dit...

Ay, aquello si que era un estadio como dios manda. A la salida banderas gigantes SOLO con motivos valencianistas, negras y blancas, naranjas, con aquella rosa de los vientos azul y roja y amarilla. Petardos, tracas...

Los de abajo, casi pudiendo tocar al línier, amenazando a arbitros y rivales. Naranjazos a los del Real Madrid cada vez que venían, con y sin Mijatovic.

Aquel era un ambiente sanote y canallesco, de barra de bar, de fútbol de toda la vida. No ese estadio mudo y pálido que hemos conocido estos años, de silencios gigantescos y demás.

Eh, y nuestra meta no era ganar títulos ni ser campeones, ni fichar cracks, era tener un equipo decente. jeje.

Anònim ha dit...

Lo de las cámaras de tv persiguiendo a Romario por las noches fue lo más grande de aquella época. Total para sacarlo bebiendo zumos, porque romariet era muy de sambas y fiestas, pero beber no bebía nada con alcohol.

Y lo de mírame a los ojtos no me acuerdo que lo provocó, pero se dijo algo de un lio de faldas con la hija de aragonés... Madre quins records.

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