31 d’oct. 2014

La perra vida de Andrés Balsa


En aquel pequeño vestuario los chorreones del fracaso descendían por las paredes sobredimensionando los ecos que llegaban desde fuera, las voces, que bien sabía él cuales, entraban a poner el último clavo en su ataúd. Siempre fue así, pero en dicha afrenta ya no estaba en la cima, sino despeñado, recogiendo a tientas sus restos a los pies de la pirámide y plenamente desvalido ante los acontecimientos. Como una pequeña burla, la esponja lanzada por su entrenador hizo un requiebro en el aire antes de estamparse en la lona y firmar la capitulación, no sin antes dejar un pequeño 'chof' ahogándose entre el griterío de la multitud. Eran tiempos en los que la toalla todavía no formaba parte del ritual del boxeo, momentos en los que las veladas necesitaban de plazas de toros y estadios de fútbol para cobijar a tanto partidario. Andrés Balsa apenas aguantó dos asaltos ante Xosé Santa, un portugués enclenque que venía de sparring, de pieza para que Hércules se diera una alegría, pero ni así. Todavía pesaba el KO ante el belga Humbeeck de días atrás, y mucho más pesaban sus 40 años de carne y músculo, las secuelas de décadas de gloria en las que llegó a ser de los mejores, y que allí le dijeron que se había acabado. Su cuerpo ya no aguantaba más.

En realidad, nunca antes le importó lo que dijeran de él porque aun siendo el mejor nunca le dijeron nada bueno, pero dolía, sabía que en esta ocasión decían la verdad: «ya no sirve para el boxeo». Balsa, desde niño, aprendió a ejercer de ariete ante la adversidad. Se le caían los dientes de puro hambre allá en su Mugardos natal, hijo como fue de un humilde labrador y nieto de madre soltera en tiempos del XIX, suficiente cantera para construirse una coraza y hacer vida ante un mundo que casi siempre se le mostró cruel, con él, con sus dos metros diez de estatura y con sus ciento veinte kilos de peso. Un gigante entre tallajes de 1'60 y torsos con las costillas por fuera. Normal que acabara huyendo, de él mismo, de la gente, de esa Galicia tétrica que expulsaba paisanos en oleadas como si pretendiera repoblar ella sola Sudamérica. Un mozarrón como éste no tenía otro destino posible que la marina mercante, donde se enroló, en la cual, desde las cubiertas de aquellos barcos, aprendió a luchar y a protagonizar escaramuzas nocturnas con narices rotas y manchas de sangre como entretenimiento en los impasse habituales de tan largas travesías.

No es de extrañar pues que en 1915 ya arrastrara fama y fortuna. Mientras Europa se desangraba en la Gran Guerra él iba saltando de ring en ring de Cuba a México, de México a Argentina y de allí a Estados Unidos. Encontró el sentido que siempre le buscó a un físico tan exagerado. Pero era una gloria agridulce. Su forma de bailar sobre la tarima era poco ortodoxa, abono para burlas, «carece de toda técnica» eran las coletillas habituales que acompañaban a sus triunfos, incluso aquí, a miles de kilómetros de distancia, sus éxitos llegaban apostillados con las mismas palabras. Las victorias de Balsa venían por aplastamiento, por golpes secos y duros capaces de tumbar a cualquiera que se interpusiera entre él y el saco de dinero que se granjeaba el campeón de aquellas noches regadas en humo, sudor, y alcohol.

Fue un combate del que todavía hoy la prensa americana escribe, fue en Nueva York en 1921, llegó para disputarle el titulo mundial de los pesos pesados a Jack Dempsey, granjeándose una derrota con tal sabor a triunfo que el magullado americano le suplicó que fuera su entrenador. Fue el momento más alto en la carrera pugilística de Andrés Balsa y también el inicio de un descenso fulgurante que le llevaría en 1926 a recluirse en aquel pequeño vestuario por el que descendían los chorreones del fracaso tras una sonora humillación, donde rubricaron su retiro tras abrir la puerta y decirle que se marchara para no volver jamás.

Por entonces ya hacía rato que el Hércules de Mugardos se había fijado en esa nueva disciplina deportiva que iba infectando a las masas, conocida como foot-ball. Por lo que su colgar de guantes no resultó un retiro tan osco como se hubiera imaginado en un principio. Desde su gimnasio en Vigo, anunciándose como profesor en cultura física y entrenador, dio el salto al Celta. Quién sabe si Andrés Balsa fue el introductor de la preparación atlética en el balompié local, la cosa es que por entonces era impropio del balón de cuero dedicar tiempo a entrenar el cuerpo. Sus métodos eran tan efectivos que el grato nivel de sus jugadores ayudó para hacer la transición de preparador a míster. Allí a penas duró temporada y media a pesar de ganar el campeonato gallego, pronto le reclamó el Deportivo, el cual acabaría humillándolo por pura avaricia de su presidente. Decían de Balsa que era demasiado bueno para este mundo, que debió perder la malicia de tanto puñetazo, quizá por eso, o quizá por una nostalgia mal entendida, compaginaba el banquillo de Riazor con espectáculos circenses en ferias y pueblos. Igual le veían eliminando al Oviedo en la Copa que tumbando a un becerro de un golpe de brazo en una plaza de toros.

Galicia parecía odiarle. Como un hueso de aceituna de la boca de un gigante volvió a salir despedido de su tierra deambulando durante un tiempo por los banquillos de primera, como buscándose sin acabar nunca de reencontrarse. El valencianista curioso le conoce muy bien, sabe de él, aunque no sepa su nombre. Sí, Balsa es ese tipo corpulento, exageradamente grandullón, que vemos con chaqueta clara, u oscura, en las fotos de los exitosos años 40. Llegó rebotado a un Mestalla inmerso en su etapa más efervescente tras la final del 34, la ansiada final de copa que llevaba buscando el club casi desde el mismo día en que se fundó y que acabó en polémica derrota ante el Real Madrid. Y allí permaneció durante poco más de una década porque en sus manos depositó el VCF su primer proyecto millonario, sus primeros fichajes de relumbrón y chequera, con la única intención de convertir la derrota copera en un éxito duradero. Pero el Balsa entrenador era acusado de lo mismo que el Balsa boxeador, «carece de toda técnica». Su desconocimiento táctico y un tiempo convulso que derivaría en guerra convirtieron en decepcionantes sus dos campañas oficiales al frente del equipo. «El fé-cé necesita algo más que al bueno de Balsá» canturreaban las críticas por la ciudad.

En un estadio que acogía tantos mitines como partidos, en una capital que parecía un hormiguero alterado con gentes por todas sus arterias corriendo de un lado para otro soltando proclamas, la fidelidad a la República del gigantón galaico le ayudó a conservar el puesto en un VCF de limbo, en una época tan poco documentada como borrosa que en demasiadas ocasiones ha sido saltada por la historia con una recurrente frase, 'y entonces estalló la guerra', con la que justificar el silencio sobre aquellos años de entrenadores invisibles – oficialmente Balsa sólo entrenó 2 temporadas al club, pero en realidad fueron cuatro – de presidentes borrados por republicano, y por competiciones ignoradas como la Liga Mediterránea y la Copa de la República, en las que aquel club que se fundó con vocación de grande luchó por la gloria quedándose a las puertas de ambos entorchados.

Ya por entonces la institución permanecía incautada, bajo los designios de sus empleados y jugadores, y allí, casi sin quererlo, lucían nombres que poco tiempo después se consagrarían en mitos, Cubells, Colina..., como si fueran juveniles enfundados con la camiseta del filial esperando el debut de la posguerra. Y también ese hombre anónimo que responde al nombre de Andrés Balsa, en cuyas manos se moldeó el físico y la potencia atlética sobre la que se apoyó el Valencia de la delantera eléctrica. ¿Qué fue de Andrés Balsa? Poca cosa  más se sabe de él. Ocupó un puesto en el cuerpo técnico desde la posguerra y hasta 1946, a partir de ahí su nombre se desvanece en la noche de los tiempos. En un club de República dirigió al equipo en giras, amistosos y competiciones, participó en soflamas, de las muchas que tuvieron en Mestalla su escenario en años de guerra, fue padre y amigo para aquellos muchachos de pueblo que formaban aquel equipo que vio perder a varios de sus referentes porque eligieron colgar las botas y coger el fusil, para no volver jamás.

Así anda alguno todavía, perdido en medio de la nada esperando que rescaten sus huesos del eterno olvido que dan las cunetas y los espacios abandonados. Como al pobre gallego, recordado aún hoy en América por la literatura gracias a su combate ante Dempsey, campeón mundial ininterrumpidamente durante seis años, que ganó de pura chiripa aquella noche del 21 gracias al error de un gigantón gallego de dos metros diez al que nadie recuerda en su Galicia natal. Dicen que en sus últimos años le vieron deambular por ahí, exhibiéndose en alguna feria para poder ganar alguna que otra peseta con la que recordar que hubo un momento en su vida en el que vivió en la cima del mundo, incluso metido en la piel de un gladiador en alguna película de fama, desde donde les miraba a todos esos que ahora iban a lanzarle monedas como quien le tira un cacahuete a un mono enjaulado. Un momento, así se puede resumir la historia vital de este hombre, por momentos. Como aquel en el que le tumbó un portugués enclenque para retirarlo del rin, o como aquel, en el que perdió la última final de la copa republicana ante el Levante UD dejándola sin fuerza con la que reclamar su legitimad en la historia. Un momento, así fue su misma vida, un gran momento ya perdido.

17 d’oct. 2014

La Bundesliga quiere industrializarse


El principio de igualdad está matando el campeonato alemán. Eso es lo que sostiene Joachim Watzke, afamado CEO del Borussia Dortmund, que ha propuesto en la DFL acabar con el reparto igualitario y favorecer así 'a los clubes tradicionales', aquellos que más aficionados arrastran tras ellos. Su propuesta la sujeta con datos, sobre los 150 mil espectadores que compraron en pago por visión el BVB – HSV por los 10 mil que gastaron su dinero en visionar el Bayer – Paderborn; en los 1200 aficionados que llevó el Wolfsburgo a Berlín por los 25 mil que consiguió congregar el Dortmund en el mismo escenario meses atrás. Medida, que de aprobarse, crearía un grupo de siete clubes de élite para dominar una liga plagada de entidades emplazadas en entornos rurales y poco industrializados.

Esta es sólo una muestra más de la soterrada batalla que se esconde tras un campeonato que no deja de ser piropeado y envidiado fuera de sus fronteras, al tiempo que tras ellas se escuchan cada vez más voces discordantes que buscan el fin de dicho modelo. Tal vez la representación más gráfica de esta problemática corra a cargo de Martin Kind, presidente del Hannover, que hace unos años pretendió tumbar en los tribunales la ley del 50+1, la regla que impide que las entidades puedan ser adquiridas y dominadas por un único accionista. Tras meses de peleas judiciales su batalla alcanzó el tribunal supremo alemán, y en su empeño, afirma, que no parará hasta conseguir su objetivo, llevando el asunto en última instancia a Bruselas ya que entiende que la regla atenta contra el principio de libre mercado que impone la UE.

Posibilidad que parece no preocupar en demasía al Bayern, cuyo expresidente, antes de caer en desgracia y dar con sus huesos en prisión por evasión fiscal, despachó el asunto declarando que “el Hannover siempre será el Hannover, sea de sus socios o de un inversor”.

Precisamente el Bayern y su incontestable dominio es el gran culpable de que esta fiebre inversionista se haya adueñado de la liga más democrática de Europa. Desde que el club bávaro se convirtiera en SAD y se independizara de su matriz polideportiva, allá por los 2000, ha bordeado las fronteras de la legalidad para financiarse copiosamente gracias a la venta de pequeños paquetes accionariales a grandes multinacionales, sumando cantidades millonarias a sus ingresos que le permitieron consolidar su estatus de potencia dominante y abrir distancia con sus principales rivales. Y el precio a pagar por ello ha sido dejar la toma de decisiones en manos de dichas marcas, con puestos de peso en los órganos de control de la entidad.

Aunque la regla alemana no permita comprar un club deja libertad a los mismos para que el 49% restante lo gestionen como deseen; mientras unos lo usan como una suculenta vía para encontrar financiación externa, muchos otros, lo ven como un arma ideal de poder para consolidar los clubes y ponerlos en manos de unos pocos. El Hertha consiguió recientemente 65 millones de euros gracias a vender el 20% de la sociedad a un consorcio americano como vía para reorganizar sus números rojos; por otra parte el BVB ya es 'propiedad' de sus patrocinadores, con Evonik, Puma y Signal en su accionariado a cambio de 120 millones.

El Hamburgo, que hasta hace unos meses presumía orgulloso de ser el único gran club alemán en manos de sus socios, llevó a votación el pasado verano la posibilidad de independizarse de la matriz polideportiva convirtiéndose la sección de fútbol en SAD, vendiéndole el 25% de la sociedad a un millonario suizo a cambio de una inyección de 100 millones de euros y la gestión de la nueva entidad; la propuesta fue aprobada con rotundidad al conseguir el 75% de los votos a favor, cinco puntos por encima del mínimo necesario para su aceptación. Los últimos en sumarse a la escalada inversionista son el Stuttgart y el Werder Bremen, que en enero llevarán ante sus socios una propuesta similar como solución final a su prolongada decadencia. En el caso de los suabos Mercedes irrumpiría con una potente inversión inicial de 90 millones de euros.

Hasta el tradicionalista Gladbach padeció una proceso similar, capitaneado por Stefan Effenberg, pero la candidatura fue derrotada sin llegar siquiera a pasar el trámite necesario para ser planteada en una junta extraordinaria. Y aunque el Schalke no se pueda incluir en este grupo, la influencia de Gazprom en la toma de decisiones de la institución es tan evidente que muchos consideran a la gasística la dueña de facto de la entidad.

Alemania se alza como un país con demasiados clubes históricos que arrastran demasiadas urgencias históricas imposibles de saciar, encorsetados como están por el principio de igualdad. Aunque es una liga que tolera con sumo gusto a los clubes de empresa. El Wolfsburgo es propiedad de la Volkswagen, el Hoffenheim de SAP, y el Leverkusen de la farmacéutica Bayer; en segunda división el Ingolstadt es una creación de AUDI, y el Rasenball Leipzig de Red Bull, ambos con aspiraciones de Bundesliga; éste último incluso con pretensiones al título. Todos ellos se ven beneficiados con gigantescas inyecciones de capital de sus dueños que les permiten granjearse un estatus y gozar de una ventaja competitiva evidente.

Esto es debido a que la regla del 50+1 permite que una empresa, tras demostrar un apoyo sistemático e ininterrumpido durante 20 años a un mismo equipo, pueda adquirirlo en un 100%. Aunque en los supuestos del Ingolstadt o el RB Leipzig se ejemplifican los agujeros que tiene la legislación. Recientemente la DFL descubrió que parte del paquete accionarial destinado a los socios del Rasenball, los encargados de elegir a sus representantes, estaban en manos de empelados y directivos de alto rango de la empresa de bebidas energéticas.

Otro paradigma de las fallas que esconde la norma, sobre las que Martin Kind sustenta parte de su cruzada, es el Munich 1860, de la que se podría decir que es la primera entidad alemana en manos de un inversor extranjero. La institución muniquesa consiguió salvar la quiebra vendiéndole el 49% de la sociedad a un afamado millonario jordano, una operación en apariencia positiva, pero el rechazo en bloque del resto de socios a la operación, y las guerras de familias que llevaron a la sociedad a tal situación, han convertido lo que podría ser el resurgir del histórico club en un caos continúo sumiendo al TSV en un clima de ingobernabilidad sin fin.

El modelo Bundesliga también plantea serios problemas morales, ya que se da el caso de que muchas empresas tienen intereses en diferentes clubes. Por ejemplo, Volkswagen es dueña del Wolfsburgo pero también uno de los accionistas de referencia del Bayern de Munich. AUDI es la propietaria de facto del Ingolstadt, y también el principal accionista del campeón alemán. Adidas controla grandes paquetes accionariales en diversos clubes, sobre todo del Bayern y del Nurenberg. Asuntos todos ellos que no en pocas ocasiones han levantado suspicacias y sospechas ante determinados resultados, tanto en el mercado de fichajes como en el terreno de juego y durante votaciones en el seno de la liga.

Hasta ahora las entidades teutonas han sabido conjugar mejor que nadie el fútbol tradicional con las exigencias del fútbol moderno; pero cada vez son más los que se están dando cuenta de que han sido devorados por el mercado, incapaces ya de competir tanto a nivel local como a nivel internacional. Éso, sumado al temor creciente que se respira en el país de Angela Merkel de que el equipo de Munich pueda iniciar una década de dominio alzándose año tras año con el entorchado sin oposición alguna, está llevando a muchas entidades a levantar la voz en aras de un cambio de modelo que les permita una mayor inversión en el terreno de juego. Algo que ya podrían hacer sin demasiadas variaciones estructurales si las obligaciones financieras y de inversión que impone la DFL no fueran tan estrictas. Curiosamente, las mismas que han llevado al fútbol germano a vivir su renacimiento se han convertido para muchos, llegados a este punto, en un lastre que les impide crecer.

En los próximos años se decidirá si llega el fin de la Bundesliga tal y como la conocemos hoy en día. La DFL tiene que luchar en demasiados frentes y no en todos tiene la seguridad de poder ganar. En el seno de la institución matriz del campeonato germano cada vez más socios exigen reformas. En el propio marco competitivo van aumentado los clubes que abandonan el modelo de socios para abrazar las sociedades anónimas tras aliarse con inversores, y en el trasfondo de todo ello Bruselas, sino con anterioridad el tribunal supremo alemán, pueden dar un vuelco al campeonato con una resolución que Martin Kind da por ganada en una u otra instancia. 

10 d’oct. 2014

Una tarde con el SV Muslim


Lo primero que te encuentras al acceder al complejo deportivo Oskar Kessalu, en pleno centro de Hamburgo, es a una legión de jugadores amateurs tumbados en la explanada del párking, vestidos todos ellos con petos, pantalones cortos y las típicas calzas habituales de cualquier entrenamiento; rezan en dirección a La Meca como paso previo a chafar el terreno de juego y empezar a sudar. No muy lejos de allí, en una caseta de aluminio y cristal, como un esquimal bigotudo asomado a la ventana de su iglú, les observa como cada día Antonio Martins, un inmigrante portugués que se gana la vida con la jardinería y que además regenta el garito que acompaña al complejo multiusos. Lo hace tomando un café y echándole un ojo a la prensa del día. «Con esta gente no me haré rico; ni beben, ni fuman... sólo quieren té», bromea. Este luso de 51 años no tiene ningún prejuicio para con sus habituales inquilinos, y lo dice sincero. «Oyes muchas cosas sobre su religión, pero cuando los conoces te das cuenta que son como cualquiera de nosotros».

Mientras el rezo se transforma lentamente en un zumbido constante, como advirtiendo de la llegada de un panal de abejas atraídas por el ligero aroma a té recién hecho que embadurna la atmósfera, el observador contempla divertido una colección de zapatillas orilladas en un lateral, al tiempo que curiosea la serie de pies descalzos que suben y bajan alternándose en ese transcurrir del rito religioso con otros perfectamente ataviados con botas de fútbol. Ante dicha estampa es imposible no recordar aquellas palabras del presidente federal Christian Wulff - «el islam ya forma parte de la cultura alemana» - y que tanta polvareda levantaron. Muchos de los presentes son alemanes de nacimiento, y algunos otros fueron bautizados como cristianos aunque hayan acabado convirtiéndose por decisión propia a la fe del profeta Mahoma. Sí, Wulff tenía razón, el islam ya forma parte de Alemania, y también de su selección de fútbol campeona del mundo.

Mahmut Sariz, un adorable osezno de 29 años que ejerce de entrenador, grita algo - «Tenemos...» - que enseguida es devorado por el sonido de un tren pasando a su vera. El Oskar Kessalu está rodeado en ambos flancos, a un lado serpentea una vía ferroviaria y por el otro cruje una de las principales arterías de la ciudad, portando todo ello una macedonia de estridentes sonidos que invaden sin paliativos el recinto mientras el balón rueda irregular por un terreno de juego de tierra, polvo, y piedras. No se diferenciaría de ningún otro ambiente amateur si no fuera porque los 'pásala' o 'puerta' se convierten en un 'digga' o en algún 'inshallah'. «Somos musulmanes devotos, pero los debates religiosos los dejamos fuera», dice Sariz. Aunque los de fuera, desde que se fundó el Sport Verein Muslim (Club Deportivo Musulmán) en 2008, no han cejado en su empeño de incrustar esos debates en el seno de la asociación.

Sebastian Hamza, presidente del equipo, arrastra sacos de balones y alinea conos balanceándose de un lado para otro debido a su cojera, vieja secuela de una lesión de rodilla que le tiene apartado del fútbol; lo hace mientras el grupo atiende la arenga inicial del entrenador y se calzan para dirigirse al terreno de juego. Cuarenta y cinco minutos después, continuando la charla, dirá con rostro ajado y tono seco que «no queremos que se nos utilice para fomentar miedo o rechazo, ni que una visión superficial transmita una imagen equivocada de nosotros», tras esta especie de advertencia no volverá a decir nada en toda la tarde. El recelo del SVM nace tras protagonizar más de un encontronazo con la prensa local que les llevó a la determinación de elegir en votación colectiva si acceder a las peticiones de los medios de hacerles una visita, 'no todo el mundo es bienvenido aquí' te vienen a decir. Sariz, a modo de justificación, confiesa que los comentarios hirientes que leen en ciertos digitales los intentan llevar con filosofía. 'Hoy el SV Muslim, ¿mañana qué será, el Yihad 09 o el Borussia Salafista?' son los ilustrados exabruptos que salen de las zonas calientes de los tabloides.

Una vez se consigue romper el hielo se hace notar enseguida ese malestar que arrastra el que se siente señalado. Es un pesar que les acompaña desde sus inicios, cuando la federación local de fútbol les concedió una licencia provisional 'mientras emprendían investigaciones' que les facultara para obtener definitivamente el permiso y formar parte de pleno derecho de la liga. Incluso en un pequeño ejercicio de documentación se pueden encontrar referencias que advierten que los servicios de inteligencia les estuvieron vigilando durante un tiempo 'por precaución'. Esa especie de estigma en forma de duda les acompaña todavía ahora, seis años después de su irrupción en la vida social de la ciudad. En un arranque de sinceridad se les cae de forma lastimosa una confesión: «Si pasa cualquier cosa en el mundo en la que esté implicado un musulmán tengo que justificar mi fe, aquí, en Hamburgo, y eso me molesta, hace que me sienta raro. ¿Qué culpa tengo yo?».

Muchos clubes se negaron a votar en favor de su aceptación, algún que otro se niega a jugar contra ellos y no se presenta a los partidos, y algunos más les reciben como si se trataran de talibanes o terroristas. Así, no es de extrañar que en dichas circunstancias el SVM descendiera apenas tres años después de su creación. «Evitamos todos los duelos en el campo para no fomentar polémicas, no hacemos entradas, y si nos pegan no protestamos ni respondemos; por eso no paramos de ganar premios al Fair Play, y por eso descendimos; jugar contra nosotros es muy fácil» dice Sariz con cierto tono de resignación.

En el SV Muslim conviven 19 nacionalidades distintas y se mezclan suníes y chiíes con suma naturalidad, facciones del islam que llevan siglos matándose entre sí comparten camaradería tras un balón. Aunque los muchachos discrepan airosamente ante la etiqueta de club religioso. «Aquí puede venir a jugar quien quiera, judíos, ateos, musulmanes...sólo nos interesa el fútbol, aunque tenemos nuestras reglas». Sebastian, casi apartado, meditabundo en una esquina de la mesa, asiente, aunque no pronuncia palabra alguna. Entre los movimientos de su testa esconde su pasado. Es uno de los casos llamativos del equipo. Alemán tanto de nacimiento como de origen, criado en la fe protestante y en la cultura occidental, decidió en 2003 convertirse al islam y sustituir su germánico apellido de Hollatz por el muy islámico de Hamza.

Zambullirse en el fútbol amateur alemán es toparse con una torre de babel iluminada por un crisol de culturas; hay equipos de tendencia Skin, otros de pronunciado sesgo comunista; muchos fomentan la lucha contra la homofobia e incluso los hay exclusivos para homosexuales. Tampoco faltan los de corte neonazi. Cerca de allí está el Club Castelo, referencia para la comunidad italiana. Incluso los hay que reúnen gentes de lengua aramea y alguno más que integra a las comunidades de origen mesopotámico. Allá a lo lejos, en Berlín, se sostiene sobre su prestigio el Türkiemspor, luciendo orgulloso el reconocimiento a su labor por la integración de la comunidad turca en la sociedad alemana. Pero parece que el país de la cerveza es incapaz de tolerar a un club que se ha desmarcado de la política, del sexo y de la raza para poner la religión sobre la mesa. Y además, de forma pacifica.

Con el sol escondiéndose tras el horizonte una tenue luz artificial irrumpe en escena para iluminar el Oskar Kessalu y dejarnos ver el polvo en suspensión que levantan los bártulos arrastrados que han decorado el entrenamiento de hoy; al tiempo te recuerdan aquella primera semana de vida de la asociación, cuando se presentaron unos cuarenta candidatos de los cuales casi ninguno había jugado nunca al fútbol, perdiéndose durante la práctica en la inmensidad del terreno de juego. «Tuvimos que poner límites para poder venir a las pruebas» confiesan entre risas.

«Con el SV Muslim queríamos ofrecer una alternativa al creyente devoto. Nosotros lo somos, y por lo tanto también somos pudorosos. En el fútbol es común estar rodeado de alcohol y de cuerpos desnudos. Nuestra fe nos hace sentir incómodos ante esas cosas. Así que teníamos dos opciones, o quedarnos en casa de brazos cruzados o hacer algo para poder disfrutar del fútbol y de los amigos sin tener que sentirnos mal. No representamos al islam, solo queremos vivir mejor, sentirnos más cómodos con nuestra propia fe». El SVM supone ya un contramodelo para las entidades intrínsecamente étnicas. «Mi sueño es construir un club colorido, abierto, pero sujeto a nuestras normas morales» dice Sariz. Así que si tiene tentación de jugar con ellos debe saber que no importará su origen o religión; aunque no podrá beber cerveza ni pasearse desnudo por la caseta.

Una vez la oscuridad gobierna sobre nuestras cabezas, y aprovechando que sale vapor de agua por las rendijas de unos vestuarios que solo admiten a chavales en bañador, Antonio Martins baja la persiana de su iglú y se despide hasta mañana, no sin antes menear su bigote por última vez. «Son buenos chicos, se portan bien, pero es una lástima... no falta el día en el que no viene alguien a insultarles o a tirarles piedras». La violencia es una verdad oculta en el politizado fútbol teutón, encrudecida en los niveles más bajos con palizas y enfrentamientos continuados, con equipos, como el Red Star Leipzig, que acaban retirándose cansados de las hostilidades. Con todo ello, en pleno corazón de Hamburgo (la puerta del mundo), sobrevive un equipo de musulmanes que lucha por recuperar la categoría sin atreverse a hacer una entrada para no dar pábulo a polémicas que les verán siempre como los instigadores, endulzándole al visitante un relato que es más duro que aquello que se atreven a contar. Cerca de allí, en la salida, a modo de despedida, se ve una pintada mal borrada que deja leer todavía la palabra "asesinos" escrita en letras rojas. El único crimen de estos chavales es mirar a La Meca y juntarse una vez por semana para disfrutar del balón en buena compañía.
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