6 de juny 2014

El brasileño nazi

Como un día cualquiera, José Ricardo Rosa Maciel se disponía a emprender los trabajos de mantenimiento en la Hacienda de Cruzeiro do Sul, a 160 kilómetros de Sao Paulo. Nada le hizo presagiar que horas después, una piara revoltosa, sería autora de un macabro hallazgo. El bajo muro que derribaron aquellos puercos, compuesto por polvorientos ladrillos ya castigados por el caer de los años, dejó a la intemperie el secreto que ocultaban en una de sus caras. Maciel, dispuesto a apartar aquellos tumultos del camino, descubrió la verdad al voltear una tesela. Sus ojos, que saltaron disparados de sus cuencas, vieron la esvástica grabada en una de las caras. «Cuando lo vi pensé que estaba alucinando». Como desesperado, regiró la colección entera sin encontrar ni uno solo que no tuviera el símbolo cincelado en el dorso. «Nada explica la presencia de una esvástica aquí». Dice hoy, reclamado por la fama del hallazgo. Campina do Monte Alegre fue una comarca tranquila, zona, hasta los años 60, de grandes terratenientes. El lugar perfecto donde esconder una macabra historia sin que nadie hiciera preguntas.

¿Nada?, en realidad sí hay algo que lo explique. Brasil acogió el mayor partido fascista fuera de Europa, y el país fue aliado de Alemania hasta 1940. Tuvo que ser el historiador local, Sidney Aguilar Filho, quien arrojara algo de luz al asunto tras meses de investigación. Aquella Hacienda, en manos de la familia Rocha Miranda, fue feudo, y lugar de congregación de Açao Integralista Brasileira, una asociación de extrema derecha vinculada al movimiento Nazi. Esos trozos caídos, se erigen en una nueva bofetada a la desmemoria de la región, una de tantas con extraños vínculos filonazis encontradas en todo el continente.

Los Rocha tenían predilección por los niños, y una gran afición por el fútbol. Aloysio Da Silva, a sus 89 años, es de los pocos supervivientes de aquellos años que se atreven a hablar. «Venían al orfanato, en Río de Janeiro, y el señor Miranda, señalando con su bastón, elegía a 10 chavales y se los llevaba. En otra ocasión, años más tarde, volvió, y nos echó una bolsa de dulces al suelo, para que peleáramos por ella. Los que más conseguimos fuimos elegidos. Nos prometía poder montar a caballo, ir de excursiones y jugar al fútbol. ¿Quién se iba a negar a eso?» Pero la realidad era mucho más dura. En la granja eran obligados a saludar cada vez que se topaban con un retrato de Hitler, omnipresente en todas las instalaciones. «¡No sabíamos quién era!». Exclama el viejo. Una vez finalizados los trabajos forzados a los que les sometían tocaba aprender instrucción militar bajo la antena vigilancia de las húmedas fauces de perros guardia, amaestrados para despellejar al mínimo vacile. Aquello era un pequeño campo de concentración donde llegaban huérfanos por oleadas a cada pocos años para cubrir las bajas que ocasionaba la enfermedad, el agotamiento, las palizas o los escasos intentos de evasión, que si no finalizaban con éxito lo hacían con infanticidio.

Pero unos pocos ladrillos volteados no serían el primer vestigio de aquellos tiempos encontrados por mano de José Ricardo Rosa Maciel. Años atrás, derribando un cobertizo destartalado por el abandono, apareció una fotografía extraña. Un equipo de fútbol, como uno de tantos en aquellos años 30, posaba en la pared exterior del edificio sobre el que estaban picando paredes los jornaleros bajo su mando. Nada inusual si no fuera porque uno de los muchachos portaba una pronunciada bandera con el símbolo nazi bordado en su interior.

Los herederos de Rocha Miranda se defienden alegando que su familia dejó de apoyar a los nacionalsocialistas mucho antes de la guerra, negándose a aceptar que los niños fueran maltratados. Así lo reflejaron en las páginas de la Folha de Sao Paulo. Los testigos, sin embargo, hablan de torturas, palizas y esclavismo. El profesor Filho, tras concienzudas entrevistas con las víctimas, prefiere darle crédito a los niños, hoy venerables ancianos, que repiten el mismo relato sin variaciones, a pesar de no haberse visto en más de sesenta años.

Aunque algún resquicio de esperanza encontraron entre aquellos tormentos. El fútbol, por fortuna para sus castigadas mentes, formaba una parte importante en el programa ideológico de Açao Integralista Brasileira, encargada de organizar partidos entre sus huérfanos y los trabajadores de los ranchos vecinos. Era habitual verles sometidos durante el encuentro a insultos racistas y entradas criminales cuando los 'señoritos' competían entre esclavos, el triunfo ante el hombre blanco era castigado con azotes que en alguna ocasión llegaron a recibir con gusto, fue su particular modo de vencerlos. Era la estética de aquellos tiempos, en los que se organizaban desfiles militares en los grandes estadios, utilizando el régimen de Getulio Vargas el balón como arma propagandística.

«Pegábamos unas patadas al cuero durante un rato, íbamos evolucionando», recuerda Argemino Dos Santos, otro de los niños nazis de Cruzeiro do Sul. «Luego comenzamos un campeonato. Éramos buenos, eso no era un problema». Pero, tras varios años de aguantar lo inaguantable, muchos ya habían tenido suficiente. «Había una puerta que dejé abierta. Esa noche me escapé por ahí y nadie me vio». Otros, simplemente, elegían abandonarse hasta perecer, si es que les era posible tomar la elección. Las tácticas de sumisión llegaban al punto de que a los chavales se les prohibía tener nombre propio, adoptando como tal simples números para identificarse. Pero la vida de liberto no fue sencilla para Dos Santos. Vagó por las calles durante meses, durmiendo a la intemperie y buscando alimentos entre los desperdicios, pudiendo, por fin, trabajar como repartidor de periódicos hasta que en 1942 Brasil le declaró la guerra a Alemania, y éste, se enroló en la marina para combatir a los submarinos que las potencias del eje situaron en el Atlántico.

«Solo estaba cumpliendo con lo que Brasil necesitaba hacer», confiesa Dos Santos. «No podía albergar odio porque no sabía nada de Hitler ni de la guerra». Ni él ni ninguno de los niños que adiestraba la familia Rocha. Aunque aquellos tiempos de tortura, regada con pequeños paréntesis de normalidad encontrados en un terreno de juego, le permitieron labrarse un futuro esplendoroso. Aquel número 23 (su nombre de esclavo en la Hacienda) acabó enrolándose en las filas de equipos como el Vasco Da Gama, Fluminense o Botafogo, erigiéndose en uno de los mejores centrocampistas que los años 40 dejaron en el país del Ordem e Progresso. «En aquella época los jugadores profesionales no existían. Todos eran amateur. Veníamos todos de las calles, el que no era repartidor de periódicos era limpiabotas».

Ahora, conocido por su fama de jugador, con un pasado sepultado por botas de fútbol, disfruta sentado en el porche de su casa mientras degusta al atardecer de una buena cerveza fría. Él es uno de los pocos supervivientes que conocieron la vida que dieron aquellos viejos ladrillos nazis que un grupo de puercos derribaron para sacar a la luz uno de los pasajes más negros del anfitrión de la Copa del Mundo. «Cualquiera que te cuente que su vida ha sido todo felicidad miente. Todos tenemos algún mal recuerdo a lo largo de nuestros días», sentencia. Eso es para él los tiempos sufridos con la familia Rocha; eso es para Brasil aquellos años de nazismo en el amazonas. Un mal recuerdo de días pasados tras una larga vida.

Aloysio Da Silva también fue futbolista, uno más modesto, formando filas en equipos como el Juventude. Muchos de los niños, tras la caída del gobierno de Geutilio, encontraron la libertad; varios de ellos vagaron por el mundo hasta el final de sus días, otros, los más, consiguieron salir adelante. Los Rocha Miranda, por contra, cayeron en desgracia tras la derrota nazi y el hundimiento del régimen, aunque conservaron la influencia y el dinero suficiente para borrar todo vestigio de sus fechorías, o eso creyeron, hasta que una tarde, par de gorrinos, dejaron al descubierto un terrible secreto.
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