11 de març 2014

Camiseta blanca, camiseta roja

«Doctor, haga usted lo que quiera, pero como me de la baja, le mato». Tiempo después confesaría que ver a Panizo convulsionando en la camilla de al lado le llegó a asustar; pero tal cruce con la muerte no bastó para retener a Nicolás Santa Catalina en la enfermería. Con 25 minutos de diferencia se reincorporó el atacante del Athletic a un partido que había dejado heladas las almas de los presentes, evidenciando de ese modo, que eso de ser del mismo Bilbao no es ninguna broma. Eran otros tiempos, otra gente, una acción como aquella hoy en día hubiera enviado a ambos al hospital, y de salir indemnes, a sus casas a reposar durante varias jornadas; pero aquellos dos, hechos de otra pasta, se fundieron en un abrazo mutuo para sellar un incidente fortuito y poder continuar así con un partido que abandonaron inconscientes. Estamos inmersos en los últimos calores de septiembre del 49, con aquel VCF de bravura que cuatro meses atrás se había desquebrajado vivo en Valladolid para perder por un mísero empate una liga cantada como propia. «Con lo que me había costado llegar no podía dejarlo estar por una brecha en la cabeza». Con diez puntos cerrándole una testa abierta en canal Santa Catalina aún tuvo fuerzas para iniciar la jugada del penalti que pondría el 3-1 en un encuentro que llevaría al Athletic a empaquetar una goleada antes de subirse al tren de regreso a San Mamés.

A Nicolás le llegó el fútbol por casualidad, o más que por casualidad, por empecinamiento de un militar. Criado en un entorno de pescadores, habituado a la necesidad y a la penuria, tuvo que marcharse al Castellón para hacer carrera como paso previo a pisar Valencia. Su altura y rudeza convencieron a Pasarín de no hacerlo partícipe en sus alineaciones; tal vez por eso, y por el dinero que suponía ver su ficha aumentada al alcanzar el estatus de 'titular', decidió jugarse la vida cuando a los diez minutos de que Quincoces le diera la oportunidad chocara su cabeza con la de Panizo para quedarse grogui. Joaquin Borrell llegó a decir de él que era 'alto y seco como un ciprés', aunque su planta física respondía mejor a la de un nogal, como demostró en aquel Castellón de los 40 en el que se granjeó fama de duro, de especialista en marcajes tan antológicos que le llevaron a recalar, sin saber muy bien cómo, en un VCF al que le iba la finura que imponían sus estrellas. Esa especie de habilidad para sobrevivir a las adversidades no le era ajena; sin ir más lejos su nombre fue escogido por ser el santo de aquel día, y su apellido, el de la iglesia en la que fue abandonado con pocas horas de vida. «No recuerdo tener pasión por el fútbol de joven» dijo ya de anciano. Su infancia y su adolescencia trascurrieron en la mar, entre pescados, lonjas y olores a bacalao que le convirtieron en patrón de pesca hasta que llegó la posguerra y el fútbol se llevó todo aquello por delante.

«Nicolás, no vas a poder jugar el domingo en Tarragona, la herida es muy grave y es conveniente...» El jugador volvió a interrumpir al doctor con brusquedad para amenazarlo de muerte por segunda vez aquella tarde. El futbolista relataba estos hechos, una vez retirado, con especial orgullo, casi parecía estar hablando de su mayor triunfo como profesional. La crudeza marinera y una vida perra desde que aterrizó en el mundo le dotaron de una personalidad férrea e inquebrantable; él, que había sobrevivido a una guerra, a una orfandad, y a una infancia repleta de carencias de todo tipo, no veía el peligro de jugar un partido de fútbol con la cabeza hinchada por una profunda y tierna herida en el parietal. «Santa Catalina está perfectamente y partirá de titular ante el Nàstic» Quincoces lo dejó así de claro en la previa, ajeno por entonces a la gesta que protagonizaría su jugador fetiche. Aquel equipo, que venía de perder tras haberlo ganado todo, sentía la necesidad de volver a encontrarse con el duende de la liga. A pesar de estar todavía en las primeras jornadas - los partidos de vuelta ante Athletic y Nàstic serían vitales y se ganarían por goleada, 3-6 en San Mamés y 5-1 a los catalanes - y llevar el título de la copa colgando bajo el brazo, cosechar triunfos tempraneros se antojaba capital para que los titulares les volvieran a situar como claros favoritos al quedar apartados por la crítica tras las decepciones postreras de las dos últimas campañas.

Ya en 1949 que el Nàstic de Tarragona se paseara por la primera división era visto como un milagro, el club catalán era tildado de 'entidad romántica' inmersa en un fútbol que tiraba de chequera para conformar sus plantillas. En esas saltó el VCF a un estadio con barricadas por graderíos y con rivales apostados en trincheras. Los jugadores catalanes tenían claro el partido que debían trazar, y acabaron obligando al equipo de Quincoces a cerrar el encuentro, en la práctica, con nueve jugadores sobre el césped. Ya en el primer cuarto de hora el impulsivo Alsúa lesionó a Seguí en un fútbol sin sustituciones. El marcador lucía un 0-1 gracias al gol de Igoa a los dos minutos y se les antojaba tan oscuro el panorama a los locales, que Vázquez, aprovechando una jugada aislada, le asestó un codazo a Santa Catalina justo en la zona que tenía protegida por una peculiar escayola. Ahí empezó la historia, y a emanar sangre a borbotones de la cabeza del jugador puerto saguntino. «Acabé el partido con la camiseta más roja que los del Ginmástico» relataría con una sonrisa pícara el protagonista. A pesar de sufrir un sangrado tan aparatoso el jugador se negó con rotundidad a abandonar el partido, hasta el punto de intimidar al colegiado ante sus insistencias. Fue entonces cuando el gobernador civil, presente en el estadio, y la figura que en aquel mundo tenía toda la autoridad sobre los encuentros y espectáculos que se disputaran bajo su gobierno - más de uno provocaba triunfos durante los descansos -, ordenó que se parara el encuentro las veces que fueran necesarias para atender al futbolista.

A falta de un minuto para el final, un VCF encerrado en su área, encajaría tras un golpe franco el gol del empate. Por entonces los pupilos de Quincoces ya no tenían rumbo. Santa Catalina vestía de rojo luciendo una tez blanquecina, dando tumbos como un zombi, tras coleccionar negativas y soltar improperios a las peticiones de abandonar el campo. El equipo, sin Seguí, perdió toda profundidad en ataque. A pesar de su herida Nicolás entró al choque, recuperó balones y metió la pierna. Su sentido de la profesionalidad estaba tan arraigado que mientras le duraron las fuerzas su equipo, con uno menos, vivió embotellando al rival en su campo. Quizá por eso, por sus dotes supraterrenales, formó durante 77 encuentros consecutivos pareja en la medular con Puchades. No ha conocido el club un centro del campo más poderoso y temible que ese en toda su historia. Fue solo entonces, al finalizar un encuentro eterno, cuando utillero y médico se despojaron del temor a aquel hombre alto y testarudo para salir a la carrera y recoger los restos de un jugador que apenas se tenía en pie; Santa Catalina ingresó de urgencia en el hospital de Tarragona con tal pérdida de sangre que necesitó de dos transfusiones para salvarle la vida. Pero ni siquiera eso pudo con él, pues en la siguiente jornada, ante el Real Madrid, volvería a alinearse para ofrecer otro espectáculo sobre el campo. Aquel VCF se toparía otra vez con la desgracia de última hora en el Metropolitano del Atlético de Madrid; de nada le sirvió una temporada excelsa, con goleadas a Athletic, Barça y Madrid. Necesitando los dos puntos para ser campeón tuvo que encontrarse con un árbitro sospechoso que llevaría el encuentro a un 4-4 final que dejaría al equipo mestallero a un suspiro, por tercera temporada consecutiva, de ganar la liga.

La historia de Santa Catalina no fue mucho más halagüeña. A pesar de su excepcional rendimiento la evolución de Puchades, y la irrupción desde abajo de Buqué, pronto le pusieron en la picota. Aquellos elogiadores que le habían catapultado a la fama ahora le ponían como defecto las virtudes que antaño le regalaron. El debate caínita acabó imponiendo la necesidad de que a Puchades - que lo podía todo, decían - le hacía falta de compañero un jugador más fino, un creativo que diera clase al juego colectivo del equipo. Gonzalvo III fue el primero en apartarlo de la titularidad para experimentar con la teoría que se había impuesto en el entorno; fue una mera cobaya, hasta que Buqué dejó al Mestalla en primera y se enroló en el primer equipo para poner fin a una pareja de medios compuesta por un arrocero y un pescador. Puede que el de Santa Catalina sea el gesto más heroico que haya conocido este club, el jugador que más honró la camiseta que portaba. Quizá a la par de aquel otro que en Sevilla sobrevivió a un martillazo propiciado desde la grada. Nicolás murió en 2004, pero desapareció mucho antes. La larga sombra de Puchades le engulló, y los restos que quedaron de él fueron tapados por Buqué primero y por Pasieguito después. Santa Catalina abandonó este mundo sin que nadie le preguntara que pensaba de esos jugadores, él, que había sobrevivido a su propio orgullo, que causan baja por una leve dolencia en el tobillo. Quizá esa pregunta se responda sola al estar ante un tipo que prefirió jugarse la vida antes que dejar tirado a su equipo.

2 comentaris:

THB ha dit...

Dice la leyenda queno hay foto alguna de Santa Catalina ensangrentado porque el fotografo, al ir a tirar la foto, se mareó ante tanta sangre.

Menudo tipo éste. Su vida, tanto personal, como futbolística, fue bastante dura. Al menos, en Castellón, le recuerdan como un mito. Formó parte del mejor Castellón de la historia, quedando 4º en primera división.

Blasco ha dit...

Me ha recordado a Bossio. Su imagen en el Camp Nou, con una venda en la cabeza.

-Sí, pero hubo otros partidos más significativos. Por ejemplo, en San Mamés jugué prácticamente 70 minutos con un ligamento roto.

-Sin embargo, el impacto de la imagen, jugando con la frente ensangrentada.

-Hay una anécdota de eso. Viajábamos sin médico, Paco Reig me puso unas grapas, pero seguía sangrando y al acabar el partido fui a que me viera el médico del Barça. Me preguntó quién me había cosido. Le dije que el fisio y me contestó que me había puesto las grapas debajo de la herida. (Riendo) Cuando volví al vestuario y se lo comenté a Paco me dijo que como iba sin gafas y vio tanta sangre, puso grapas por todos los lado

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