28 de nov. 2014

Espanyeta de oro y brillantes


Ya apenas se le ve. La de 2009 es en la última foto oficial de club en la que aparece; hace años que no viaja lejos de Mestalla, e incluso allí su función ya se antoja más simbólica que útil. «Tengo unas ganas locas de que hagan la nueva Ciudad Deportiva, esta se nos ha quedado pequeña» se le escuchó decir en una ocasión, cuando el VCF era una inmobiliaria, mientras posaba rodeado de botas arrugadas y botes de grasa de caballo. Aquel es, era, será, su feudo, desde el cual se le ve danzar bajo los restos de un gobierno que se extendió durante más de cinco décadas. Aunque ahora, Bernardo España, a sus 76 años, sólo reina. Su trono en el estadio, esa silla blanca apartada del banquillo, nos habla de su nuevo rol. El trabajo duro y los trajines del cargo quedaron reservados para los jóvenes, sus pupilos en estos tiempos de recogida, herederos de un Espanyeta que se erige inmortal; que creemos infinito.

«Quizás me lo deje el año que viene o el otro, ya va tocando» anunció mustiamente en 2003. Si sigue es por obligación; sus cansados huesos, su salud, su mujer, sus cicatrices, le gritan lo contrario. Porque visitar su carácter es lo que hay que hacer para obtener la respuesta a este tiempo extra, ya que fue preparando su retiro cuando descubrió que había estado fuera del sistema durante años, quedándole como amargo premio a una vida de sacrificios una pensión que amenazaba miseria. Se habían aprovechado de él; porque él jamás había pedido nada. Y ahí, tras ese producto de animación que con insistencia nos han querido vender, es donde se esconde la vida perra de un tipo que gastó las noches en la lectura para ocupar el vacío que quedó ante la ausencia de vástagos, el empleado fiel al que se le veía acompañado de una linterna deambulando por los campos adyacentes en las negruzcas tardes de invierno en aquella Paterna primitiva, en rescate de los balones que huían del entrenamiento.

En la misma habitación en la que posaba, desde la cual desveló ante las cámaras que los autógrafos que se lleva medio mundo salen de sus manos, descansan sus raíces tras décadas de estancia. Fue entre esas cuatro paredes donde luchó diariamente contra más de sesenta pares de botas y otros tantos balones, dejándolos pulcros y listos para que el joven millonario no tuviera queja a la mañana siguiente, y aún así, Aristizábal no consiguió meter nunca un gol; todo al precio de emprender a horas tardías el regreso a casa, cuando la humanidad, ya recluida en el hogar, lucía pantuflas con batamanta. Sí, tras la actitud festiva que con constancia esnob se ha querido vender de Espanyeta se esconde un trabajo ingrato, sin horario, con jornadas que se antojan siglos, y todo por muy poco, por casi nada, por cinco minutos de folclore al año como si eso bastara para sacarle de la esclavitud laboral en la que estuvo viviendo.

Bernardo España es un tipo más avispado de lo que se quiere creer, sabe más de lo que dice y calla casi todo lo que sabe, escondiéndose bajo sus menudos pasos la historia real en medio siglo de club. Porque este cortesano regordete, además de utillero, ejerció de confidente, de apoyo y hasta de amigo, faceta que el propio personaje se encarga de recalcar el alto precio que demanda por ella, «sólo tengo cuatro amigos en el fútbol, pero son como hermanos» espetó con reiterado orgullo siempre que le entrevistaron. Uno esos agraciados se llama Kempes, al que en cierta ocasión le cobró un cheque de 100 mil pesetas imitando su firma – habilidad que le viene de lejos, como si en otra vida hubiera sido un Frank Abagnale cualquiera –, con el Matador en la puerta del banco esperándole, incrédulo, de que fuera capaz de tal hazaña. Como premio, el argentino le regaló la mitad del botín. Como premio, Di Stéfano, que fue el padre entre tanto hermano, ejerció de padrino en su boda.

Quizá esa predisposición a ser sustento en la sombra fuera lo que atrajera a futbolistas de todas las épocas para confiarle sus bienes más preciados. Ocupó el cargo de 'maestro' para con Suso Pitarch, con el que practicaba jerga jurídica cuando éste cursaba estudios de abogacía. Hasta Mijatovic le confió la custodia temporal de un Rolex de tres millones de pesetas que afirma haberle «provocado taquicardias». Sin vacile alguno, Espanyeta también fue utilizado como mula de carga, por ejemplo, en las mudanzas de muchos jugadores, recibiendo en demasiadas ocasiones una simple palmadita a modo de agradecimiento, y también, pero ya las menos, alguna simpática prima.

Ahora, sobrepasado el medio siglo en el cargo, con diez años de más para evitar la ruina, le llega el verdadero homenaje en forma de insignia; quizás tarde, quizás de forma poco sincera y más como excusa para entregarle otra a otros, qué más dará, es justa en definitiva, recuperándose con ello una tradición que había quedado en el olvido, esa de agraciar con estas cosas a los empleados que hicieron historia en la institución a costa de dejarse en ella muchas cosas; unos la salud, otros incluso la vida, y todos sin pedir nada a cambio más que tener la satisfacción de haber servido.

Parece difícil condensar la esencia de una entidad con casi un siglo de vida en un hombre de metro sesenta, pero en este caso, cabe, porque él está dispuesto a seguir dándolo todo aunque ya no le quede nada, porque para Bernardo España, el Espanyeta real, no esa impostura que se encargan de meternos por los ojos en cada sarao público, «el Valencia lo es todo, es mi vida, mis recuerdos, mi pasión, el día que me lo quiten, me muero». Ya apenas se le ve; pero sigue estando ahí, como el propio VCF.
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