20 de des. 2013

Monumento a la tía Amparito

No es una mujer que pasara a la historia, más bien su legado son dos líneas en un periódico devorado por los ácaros y el polvo que relatan un meneo de cintura y un sprint en medio de una tormenta mucho mayor. Su pequeño gesto, desapercibido a los ojos del tiempo, es de esos resortes que mueven las grandes historias para quedar en el olvido una vez echan a rodar por sí mismas. Ni siquiera trascendió su nombre, procedencia, ni rostro. Por eso la llamaremos Amparito, nuestro soldado desconocido al que ponerle un rosario de flores cada taitantos del año. Ella, como otros 15 mil espectadores aquel día, reposó su pandero en Mestalla en mitad de una templada tarde del 14 de Enero del año 1934, dispuesta a contemplar un partido 'de la máxima' que acabó con un conato de invasión de campo.

Los madridistas que saltaron al terreno de juego para enfrentarse a un VCF negruzco ya eran viejos conocidos para la concurrencia. Cuatro años atrás fueron recibidos con pedradas y naranjazos al asomar por Valencia tras el afer de Chamartín en 1930. Pocos imaginaban que meses más tarde volverían a verse las caras en una final copera, también con resultado funesto, y con cierta polémica, para los intereses valencianistas. Era la maldición de los tiempos. Pero aquella tarde brillaba todo de forma diferente. Bajo un sol radiante la temperatura era agradable, y el VCF, salió a jugar con el ímpetu de quien afronta la vida dispuesto a comérsela. Quizá por eso los acontecimientos se precipitaron ya desde el primer minuto, con un acoso que degeneró en 8 lanzamientos de esquina consecutivos por parte de los locales. El Madrid (sin Real, que estamos en la República) parió un 'Higuain' vintage en manos, o en pecho, de un Quincoces que ignoraba por entonces que 15 años más tarde cambiaría de acera para convertirse en el entrenador más longevo y querido en la historia del club valenciano.

La decisión de no querer ver mano soliviantó a la grada por primera vez. Sin demasiado tiempo para recriminarle al colegiado – conocido como Vialta, catalán – , ya que en la siguiente jugada, dentro de esa ristra de córners consecutivos que embotellaron a los visitantes en su área, Juan Costa consiguió rematar un balón y anotar el 1-0 a los 20 minutos. El pandero de Amparito reposó tranquilo en su asiento, junto al de los demás culos inquietos, aunque no cesaron los comentarios y los reproches que iban y venían conforme el dominio inicial iba diluyéndose para dejar al cuadro madridista incurrir en campo contrario, hasta lanzar una diagonal en banda derecha para que Emilín, de lanzamiento cruzado, subiera el 1-1. Era el primer chut entre los tres palos de los visitantes, y se convirtió en gol. El primer paso para que todo lo que vendría después alcanzara relevancia. Con el descanso al caer, los chicos de Fivber recuperaron el dominio inicial, Antonio Sánchez, con un preciso giro de tobillos, dejó plantado a Quesada para internarse en el área, la reacción del defensa madrileño no fue otra que salir tras él y ponerle el cuerpo hasta derribarlo. Penalti. Todos lo vieron.

Vialta, ese referí mofletón tildado con sorna y cachondeo por la prensa madrileña de 'imparcial, de criterio inflexible y a prueba de públicos', vio la jugada con el detalle que da un palmo de distancia. Quizá la digestión de la paella, o el sol primaveral que lucía en lo alto, le acabó mareando. La cuestión es que señaló la infracción, pero según su entender era demasiado castigo decretar penalti para tan poca falta. Así que  la sacó fuera del área y concedió un libre directo plantando la pelota sobre la misma línea de cal, que según el reglamento, también pertenece al área, lo cual, debe ser penalti lo que ocurra en ella. Debía de ser costumbre, porque cierto cronista se quejó amargamente de que los colegiados de la época eran dados a cometer esas fechorías sin que nadie tomara cartas en el asunto. Los jugadores blanquinegros gustaron de practicar el canibalismo con el juez de la contienda, mientras, desde las gradas, se proferían insultos y lanzamiento de todo tipo de objetos: Almohadillas, de los más pijos; piedras, de los más pobres; y botellas de gaseosa de los que no eran ni de unos ni de otros.

Entonces, ocurrió. Las masas intentaron invadir el campo con la violencia de quien intenta abordar un galeón lleno de oro. Las fuerzas del orden – o de asalto, como escribió algún periódico catalán – frenaron el abordaje no sin dificultades. Aunque una mujer, de mediana edad, se les escurrió. Amparito, allí estaba ella en plan Juana de Arco, comandó la incursión burlando la seguridad 'con un gracioso regate y una veloz carrera', llegando a la altura del colegiado, custodiado por entonces por los equipiers madridistas a modo de parapeto para evitar que Vialta fuera devorado por la parte agraviada. Antes de que la mujer pudiera soltar un costumbrista '¡ ya eres mío, granuja !' fue interceptada y devuelta al redil, poniendo fin a sus intenciones de agredir al señor de negro y merendarse a su guardia pretoriana. Puesto el orden otra vez en su sitio, se ejecutó el infructuoso lanzamiento de falta, decretando, de forma precipitada, el final de los primeros 45 minutos para tener que ser protegido el señor del silbato en su camino hacia vestuarios. En ese impasse, los ánimos, lejos de calmarse, siguieron en ebullición. Tanto es así que tras la reanudación, al primer córner, el público situado en la portería norte lanzó una lluvia de botellas en dirección a las testas de los jugadores madridistas y a la del propio colegiado, todo bajo un manto de ensordecedores insultos y voceríos. Este hecho fue el que alcanzó verdadera fama, al punto que el ABC despachó el asunto con una columna irónica y mordaz (ver aquí) sobre el afer de los botellines.

Según relatan las crónicas, el ambiente que se vivía llevó al cuadro visitante a solicitar la retirada al árbitro, que nunca se mostró afectado por la situación. Ordenó a las fuerzas de seguridad que tomaran la grada y pusieran orden. A esas alturas Amparito ya era historia, su actuación fue devorada por los acontecimientos posteriores que alimentaron polémicas en la prensa nacional durante días. ¿Vería Amaparito desde su localidad el 2-1 que anotó Cervera a los 25 minutos del segundo tiempo? La reacción valencianista fue afrontar la segunda mitad con rabia, con un ímpetu que le llevaba a ser impreciso, aunque le bastó para pasar por encima de un rival más pendiente de volver a casa de una pieza que de puntuar. Para eso hemos quedado, como si de una dictadura en su faceta más víctimista se tratara, para enarbolar el 'Madrid ens roba'. Pero es que ya no nos queda nada más, salvo Amparito, que algún día tendrá un monumento en su honor, al de ese público femenino que ha acudido al estadio desde tiempos inmemoriales para practicar la militancia más apasionada, sufriendo un deporte tan machista y excluyente para ellas, y poder ir a llorarle las penas de un tema, que por muchos siglos que pasen, siempre vuelve para permitirnos desviar las desgracias propias. 
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