23 d’abr. 2012

València, ¿Tenerife o Barcelona?

No entiendo muy bien cómo funciona el proceso por el cual alguien se hace seguidor de algo. Intuyo que tendrá que ver con la presión social, con ver reflejada tu personalidad en ese algo o simplemente porque ese algo tiene éxito y se hace cómodo caminar a su sombra. Yo no sé por qué empezó a gustarme el València. No tuve ninguna presión social. En mi familia, afortunadamente, nunca ha habido tradición futbolera. Así que empecé a ser del València como el que, en un pueblo perdido en medio del oeste, comienza a interesarse por el surf. Quizá no tan exagerado, pero igual de absurdo. Tampoco fue por caminar a la sombra de algo exitoso. Porque cuando de verdad comencé a tomármelo como una obligación emocional, yo era un niño y el del València un equipo insulso sin demasiado rumbo que palmaba en el Heliodoro Rodríguez López con Leandro, Engonga y Karpin contra Moutang, Jokanovic y Neuville. Y quedaba décimo empatado a puntos contra el Tenerife. Todo más o menos en ese nivel. Éxito, bien poco.

Las cosas, un tiempo después, comenzaron a marchar. En Paterna me solía hacer fotos con Ranieri (que entonces todavía estaba vivo), porque todos los niños y las mujeres maduras iban detrás de él esperando que el romano les alegrara el día con su carisma y cuatro gilipolleces bien contadas. En la ciudad ya se empezaba a construir a granel y a vivir con optimismo, mientras que en el entorno del València había penetrado un virus de ambición inoculado por un tipo desastroso hermano de los dueños de Pamesa y Mercadona. Entonces, casi por casualidad, sucedió lo de Barcelona a principios de 1998. Cuando, justo después de lesionarse Guardiola, el Barça se puso 3-0. Y, justo después de que Morigi entrara por Mendieta, el València remontó hasta el 3-4 en 20 minutos.

Luego clasificación para la Champions, una Copa del Rey, dos finales de Champions, la ascensión de Ortí, un verano traumático, la elección de Rafa Benítez como entrenador después de que unos 148 entrenadores rechazaran dirigir al equipo, y entonces, otra vez casi por casualidad, sucedió lo de Barcelona a principios de 2001. Cuando el Espanyol se puso 2-0 y tras un descanso críptico y, justo después de que el pseudomilitar Salva Ballesta entrara por Aimar, el València remontó hasta el 2-3 en 7 minutos. Y ganó una liga. Y casi seguida otra liga. Y una UEFA. Y…

Y cuando faltaba poco tiempo para que la burbuja inmobiliaria nos explotara en los morros, el hijo de Bautista Soler (un reputado constructor que venía avisando que a la burbuja le quedaban dos tardes) pinchó los días de gloria del València debido a una inconsciencia, mezcla de arribismo y buenas intenciones.

Todo esto ya lo sabemos y queda ahí, para recordarlo. Desde ese momento, y hasta ahora -camino de una década entera, con la broma- se ha llegado a los últimos cuatro años, marcados por una sensación muy clara: la intrascendencia. Aunque han pasado muchas cosas, y el club se ha citado varias veces con su ejecutor, los años de Unai quedan lacrados por estadísticas correctas, pero por un vacío emocional de dimensiones esteparias. Y al final, estas cosas etéreas de las emociones son el nitrato que acaba definiendo los proyectos. Unai, pase ya lo que pase, gane lo que gane, pierda lo que pierda, no será un tipo importante en la historia de la entidad. Es verdad que es meritorio cómo Unai -y su colega Emery- han estado agarrándose a la tabla, demostrando resistencia e instinto para nadar sin ahogarse entre la corriente del club, aunque sin aportarle nada diferente y dando muestras de una capacidad formidable para, entre elegir bien y mal, escoger siempre fatal las señales a emitir hacia la gente.

Pero Unai no es el problema. Es una anécdota, con libro incluido, pero una anécdota.

Sí hay, sin embargo, un hecho mucho más significativo que permanecerá sin Unai: es la sistemática infravaloración que se le viene haciendo al club desde el propio club (y que en este mismo lugar en el que escribo se comenta con frecuencia). Hay una propensión -quiero pensar que involuntaria- a hacer creer que el València está donde está, pero que tampoco es para tanto, que tiene sus límites y que donde llegue ha llegado, y que la afición… ya se sabe la afición. Este ejercicio metódico se retroalimenta con los comentarios que desde Madrid, Barcelona o Albacete suelen hacerse sobre el espacio casi privado al que algunos nos gusta llamar Valenciastán (comentarios comprensibles dada la lejanía y el poco contacto con la epidermis del club). La imagen de Llorente en el vestuario del Bernabéu, haciendo gestos de victoria tras un empate, no es más que una chorrada. Una chorrada bien ilustrativa.

La realidad no se corresponde con todos estos mensajes. El València, datos en mano, es el tercer club de la Liga, la primera SAD del país, uno de los diez equipos europeos con más presencia en finales. Salvo algunas decenas de aficionados muy cegados, todos saben cuáles son las limitaciones de la entidad, pero también cuáles deben ser sus exigencias. Las exigencias, en el caso del València, y como los servicios sociales en España, no son un lastre, sino un valor, una virtud de supervivencia.

Porque es verdad que la situación económica del club ha sido extrema y que, aunque con ciertas sombras oscurísimas, se han salvado admirablemente bolas de partido. Pero no ser millonario no significa patear los principios y renunciar a tener un modelo de comportamiento. Bajo el mantra del peligro económico, se han camuflado úlceras imponentes. Como la subyugación y defensa de un patrón televisivo mortífero para el futuro de los que no se llamen Barça o Madrid. Como la permisividad con jugadores que no acaban de creer en sus vidas deportivas, anteponiendo la provisionalidad de un par de resultados a la seriedad estructural del club. Como la improvisación de un modelo de equipo blando y algo alienado, en las antípodas de las señas de identidad tradicionales. Como la opacidad en asuntos clave como el reparto accionarial post ampliación de capital y el acuerdo con Bankia- Newcoval.

Todo esto no significa, desde luego, que el club esté en una situación crítica. Más bien al contrario, está mucho más saludable que la mayoría. Pero está situado, sobre todo, en un momento decisivo para saber si va a dirigirse hacia sus años de combate (con un claro modelo deportivo de rudeza y voracidad, al margen de levantar o no títulos), o va a poner rumbo hacia los años de alineamiento en campos como el Heliodoro Rodríguez López, perdiendo habitualmente contra los Moutang, Jokanovic y Neuville del nuevo siglo, como en ese tiempo en el que yo me hice del València por motivos que ni Freud descifraría.

(*) Vicent Molins editor de checheche.net amb la poca vergonya de cridar-me senyor, preferint publicar esta entrada ací abans que en portals insubstancials - Com si este blog tinguera substància alguna – baix promesa de convidar-nos a tots a les festes de la mansió PlayBoy quan arribe a fama i riquesa en anys esdevenidors. Aneu fent lloc en l'agenda.

3 comentaris:

Isaac Hernández ha dit...

Muy bien dicho. Pero me queda la duda de si esta tendencia histórica del Valencia de asumir un papel secundario no vendrá marcada por el carácter de una sociedad que cada vez que canta su himn se rinde en la primera estrofa.

THB ha dit...

En la tribu futbolera la actitud és guerrillera, contestatària i nacionalista, una de les moltes contradiccions del valencià post-almansa.

Anònim ha dit...

Ojo con aquel Tenerife... Kodro, Makaay, Pizzi, Emerson... comparalo con el Osasuna actual y ponte a llorar. Como ha bajado el nivel..

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