22 d’ag. 2013

El fútbol tras Fukushima

Tras dos años de reclusión y silencios el pasado mes de junio, rebotando entre montañas de tierra contaminada y camiones de trazas fantasmagóricas, se volvieron a escuchar golpes de balón y voces de niños en la frontera con la central de Fukushima. Mientras, en la banda, preocupadas madres ataviadas con medidores de radiación pintaban de simulacro un ritual que buscaba reencontrarse con la normalidad arrebatada, esperando el más mínimo síntoma para salir corriendo y refugiarse en unos hogares que se han convertido ya en una especie de prisión para la población civil. A las más de 16 mil víctimas provocadas por el tsumani se suman los 325 mil desplazados que generaron las fugas radioactivas de la central nuclear.

Desde el accidente, la actividad humana en un radio de 60 kilómetros se ha reducido al mínimo, obligando a la escasa población que todavía pervive a un encierro que está generando todo tipo de secuelas. Los pocos espacios conquistados saltan por los aires con la llegada de las lluvias, dando paso a una legión de agentes vestidos con trajes blancos que los vuelven a inspeccionar para asegurarse que el agua no ha traído consigo al temido enemigo invisible. En Nihonmatsu es difícil encontrar algo que hacer, lo que pervierte todavía más la situación que viven sus gentes. Los viejos rincones públicos se han convertido en cementerios de materiales contaminados, y los parques y campos de fútbol que un día dieron alegría a sus niños esconden entre sus penumbras pronunciados montículos de sedimentos radioactivos.

En las poblaciones evacuadas el abandono se apelotona hasta formar una estampa reconocible a simple vista. Los pocos clubes y escuelas que han conseguido evitar la desaparición solo existen sobre el papel. Itate tenía el equipo escolar más potente de Japón, algunos de sus integrantes contaban con potencial para asegurarse un futuro profesional, pero se han ido. Muchos para no volver jamás. Otros, hace dos años que no tocan un balón de fútbol. El miedo es palpable, el simple hecho de pisar tierra desnuda genera en muchos auténticos ataques de pánico, ya apenas queda polvo y alguna bota abandonada en recuerdo de un pasado que difícilmente volverá.

El temor paternal, fundado en un profundo sentimiento de desconfianza hacia unas autoridades que en el pasado frivolizaron sobre el peligro, dificulta que los niños puedan retomar sus vidas. Es la otra cara de la moneda, la que ha dejado a toda una generación de futbolistas japoneses perdida para siempre. El que un día fuera el mayor y más avanzado centro de formación de la federación nipona, cobijando a 300 de los mejores jugadores jóvenes del país, es hoy otro de los muchos cementerios que salpican ese manto nuclear en el que se ha convertido la prefectura de Fukushima. El emergente fútbol juvenil japonés, culpable de talentos como Kagawa, ha quedado severamente tocado en un país que empezaba a ver con optimismo el futuro de su selección.

Levantan los brazos al cielo, pero no para celebrar los goles de sus hijos, ni para protestar al árbitro por una mala decisión, lo hacen para que los contadores geiger comprueben la radiación en el aire. Minamisoma, junto a Nihonmatsu, es una de las poblaciones que tras dos años de paréntesis intentan recuperar la normalidad jugando torneos juveniles entre las urbes vecinas. La psicosis y el miedo siguen presentes, muchos niños no acuden o si lo hacen difícilmente vuelven con regularidad. Incluso para fomentar que los muchachos salgan de sus casas se han creado itinerarios revestidos de césped artificial, tapando el suelo que tantas pesadillas despierta.

Restaurar el fútbol, el principal deporte en la región, es el primer paso que quieren dar las autoridades para recuperar la normalidad entre una población infantil especialmente castigada. Aunque sea durante un par de días al mes, los niños vuelven a jugar con el entusiasmo de antaño, olvidando durante un rato que a su alrededor se levantan monstruosas montañas de radiación e incontables pilas de automóviles infectados. La reconquista de Fukushima empieza a construirse con un balón de fútbol.
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